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RAFA CABELEIRA
La biblioteca
El progreso de Lugo
21|9|2025
Mea culpa: nunca había pisado una biblioteca pública y permítanme que insista en lo de pública (hay mucha malicia entre la competencia esperando cualquier tropiezo). En Campelo, hasta hace nada, ni siquiera teníamos. Y la que hay ahora tampoco es para tirar cohetes: si alguien va buscando mi libro (Alienación indebida, Círculo de Tiza), que no pierda el tiempo. Ni que fuera yo de Combarro, o de Marín. Lo que quiero decir es que las bibliotecas son un tesoro, aunque a veces demasiado enterrado y lejos del ánimo de quienes más las necesitan. Tener un edificio con estanterías y cuatro títulos mal contados no convierte a un pueblo en cuna de lectores: tan solo convierte al alcalde y al concejal de cultura en alguien con un buen discurso para el pleno.
Primer error: votar a cualquier partido que prometa una piscina municipal antes que más bibliotecas. Como si nadar, teniendo el mar a un paso de casa, fuese una cuestión ideológica. Segundo: tratar las bibliotecas como un número en un Excel con el tampón del ayuntamiento, sin valor, sin repercusión, como si fueran marquesinas, metros de asfaltado o farolas. En mi generación leíamos más comprando y compartiendo libros, heredando ejemplares ajados y subrayados, que la chavalería actual con un edificio medio vacío y un cartel de “biblioteca” en la puerta. Ojalá haber dispuesto de una durante la infancia: un lugar donde encontrarte a Stevenson o a García Márquez sin que nadie te recordara lo mucho que cuesta traer el pan a casa para que tú andes dándotelas de caprichoso. Una biblioteca es más que un almacén: es un refugio, una grieta y hasta un salvoconducto camino de la madurez.
Que leer parezca un capricho es de traca. Tengo un amigo, pongamos que se llama Iván, que lo sufrió en sus propias carnes: el cuarto hermano de una familia trabajadora y admirable, muy querida, al que apedreaban —literal o figuradamente— si lo descubrían con un libro en la mano. Leer no era un derecho para nuestra generación, era un lujo sospechoso. Y ya se sabe cómo se castiga en los pueblos a los caprichosos: si suspendes, fuera libros; si protestas, a la faena; si te despistas, a remar. Sin biblioteca que te salve, solo queda el mercado negro, la clandestinidad y la vergüenza. ¿Qué hacer con tu vida mientras los demás chavales van al marisqueo, desmontan motores o rozan ladrillo? ¿Ponerte a leer? Culpable.
Esta semana me estrené en una biblioteca pública. Tarde, sí. Pero vaya conquista. Un sitio donde leer sin que tu entorno te entierre en rumores ni en chismorreos de barra. Allí vi a inmigrantes —negros, si lo quieren en bruto— leyendo a John Grisham, Stephen King y hasta a Arturo Pérez-Reverte. Impresiona descubrir a un africano con pinta de rapero metido en las tripas de Alatriste, mientras en la plaza de al lado los de siempre deciden que la cultura no sirve para nada. Y pensé: en lugar de delinquir, en lugar de dar la razón a los que solo ven amenazas, allí estaban absorbiendo cultura. Sin molestar a nadie y sin nadie que los miraba raro. Solo leían, como si eso fuera lo más normal del mundo. Qué revolucionario resulta, todavía, sentarse en silencio con un libro delante, sobre todo cuando vienes de tan lejos buscando una vida normal.
El mundo acabará siendo de los capullos, eso seguro, pero no de los capullos que leen. Menudo planeta este donde la biblioteca es un lujo y conducir a 120 km/h un derecho inalienable. Igualdad, dicen. Mis pelotas. La cosa cambiaría con más bibliotecas que autoescuelas, pero lo primero no da dinero rápido, apenas buenas fotos en campaña. "No rascas bola, desgraciado", me sueltan mis amigos en las cenas, convencidos de que leer te aleja cada vez más de la vida real. Haber estudiado, pienso yo. Haber resistido la tentación de creerte un sabio sin haber abierto nunca un libro. Y haber entendido, de paso, que la diferencia entre una piscina y una biblioteca es la misma que existe entre flotar y pensar.
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