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JUAN TALLÓN
Otro detective salvaje
El Progreso
20|3|2018
PERDER UN LIBRO valioso es una aventura apasionante, catastrófica, y a veces conmovedora. En 2014 me di cuenta de que había extraviado Los detectives salvajes. Se esfumó sin dejar pistas. Se trataba de una primera edición, comprada a los pocos días de que Anagrama la publicase tras concederle el premio Herralde. Eso creo que ocurrió en diciembre de 1998, y me costó 2.950 pesetas. Por esa época ni siquiera era pobre, pues me mantenían mis padres. No eché de menos la novela de repente. A veces, desde el sofá, me fijaba en la esquina donde se apilaban las obras de Roberto Bolaño y sospechaba lejanamente que faltaba alguna, pero en ese momento —seré sincero— me dejaría cortar un dedo antes que levantarme a averiguar cuál. Una tarde que la vida me sorprendió de pie, me acerqué a aquellos libros y constaté que no estaba Los detectives salvajes. Experimenté contrariedad, que en mi caso equivale a creer que se va a acabar el mundo. Aunque no por eso vas a mover un dedo o a suspender tus planes para ese día.
Cuando me recuperé del desconcierto, opté por confiar en que la novela estuviese en un rincón distinto de la biblioteca, en compañía de otro autor. Los escritores también se cansan de sí mismos. Meses después, al volver a echarla en falta, organicé una búsqueda no demasiado exhaustiva, más por diversión que por nerviosismo. Jugué, por así decirlo, a dar con ella. Por supuesto, no la encontré. Cuando al fin toqué arrebato, y removí cada estantería, caja o escondite, el resultado fue el mismo. La novela había desaparecido. No recordaba haberla sacado o prestado, así que alguien se la había llevado. Ya no me sentía contrariado, sino abatido. Hice una lista con los posibles ladrones. Había dos o tres casi seguros. Todos negaron el robo cuando les pregunté.
Cuanto más pensaba en la novela más me apetecía volver a sus páginas. Habían pasado casi veinte años desde su lectura. El recuerdo se había llenado de equívocos. Ni siquiera podía precisar si al final de su búsqueda los protagonistas, Ulises Lima y Arturo Belano, encontraban a Cesárea Tinajero. Creía que sí, pero no sabía afirmar dónde, y qué ocurría después de localizar a la poeta realvisceralista. Curiosamente, a la vuelta de dos décadas ahora era yo el detective salvaje que iba detrás del libro.
Me moría de ganas por releerlo, pero no hasta el extremo de comprarlo de nuevo y sumergirme en él de una vez. Había reglas, y no renunciar a mi ejemplar era una. Por no decir que tendría que hacerme con una novela muy distinta a la original, aunque fuese la misma. Anagrama había retirado sus ejemplares del mercado para dejar paso a la edición de Alfaguara, a la que los herederos de Bolaño habían vendido los derechos de publicación. Eso agravaba mi pesar. Se me quitaba las ganas de abrir siquiera el libro si tenía que hacerlo en un ejemplar que no fuese el mío. Por no decir que me deprimía.
La lectura tiene derecho al capricho. O la edición de Anagrama, en la colección Narrativas hispánicas, o nada.
Cada nueva noticia que surgía sobre Bolaño, como un inédito recuperado de un disquete o una carpeta olvidada, a mí solo me servía para llorar mi ejemplar de Los detectives salvajes.
Tanteé el mercado de segunda mano y me espanté cuando me pidieron trescientos y hasta cuatrocientos euros por un volumen igual que el mío. Vuelta a la tristeza.
Pasaron los meses. Empecé a escribir un libro. Fui a dos bodas. Siguieron pasando los meses. Viajé a varios países. Fui a un divorcio. Continué escribiendo el mismo libro. Hace dos meses incluso visité a mi ahijada en Vigo, que había cumplido siete años y no la veía desde hacía tres. Su madre me invitó a subir a casa para ver las obras que había hecho. Cuando entramos en el salón, los ojos se me fueron a los libros. Enseguida distinguí Los detectives salvajes en la edición de Anagrama. Qué suerte, mascullé con envidia. No me resistí a tomar la novela y abrirla. Era una joya inigualable, que daba la felicidad, y más cuando en la página cinco vi maravillado mi nombre escrito con mi propia letra.
Fins al novembre de 2011 em vantava de no haver guanyat mai res en una rifa, tret d'una vegada que em va tocar un xai (viu) en una llumineta de La Guixa, i això, convindreu amb mi, no és un premi, és una putada, així que no compta.
ResponEliminaEl cas és que em va tocar (vull creure, per mor de mantenir viva la meva llegenda de dona sense sort, que es tractava d'un concurs arreglat) un exemplar de Los detectives salvajes al blog de l'Skaði, Meta incognita. L'exemplar tenia el seu què: s'havia perdut per Lapònia.
Total que, al final (desembre de 2011), van arribar els detectius a casa (19a ed., Anagrama, 2010) i encara hi són.