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JUAN TALLÓN
Un taladro propio
El Progreso
17|6|2019
Me pasó una cosa extrañísima hace dos meses y pico: me desperté temprano, bastante inquieto, y me dije en voz alta que tenía que comprar un taladro. Era urgentísimo. Vivía a la deriva desde hacía días, como si no fuese a ninguna parte todo el tiempo. Supongo que de vez en cuando hay que tener la sensación de que la vida se dirige a algún sitio
ES IMPOSIBLE vivir sin ficciones así, que consiguen encontrar un sentido a cosas que no lo tienen. El taladro se me presentó como la solución. Es un agente del cambio, empuja la acción. El poder de agujerear me produjo una rara exaltación, parecida a estrenar pantalones o ponerse gafas de sol. "¡Cómprate un taladro y sé alguien!", me di ánimos. No podía pasarme toda la vida pidiéndoselo prestado a mi padre.
Acababa de hacerse de día y me vi como aquel personaje de Scott Fitzgerald en Suave es la noche, cuando desazonado porque las cosas no iban como él esperaba, decía que ojalá tuviese un cigarro para combatir la desazón; era lo único que le parecía importante en aquel momento. El taladro adquirió para mí una relevancia tan o más acuciante que el cigarro; casi rayaba el amor. No pude esperar ni a ducharme y salí disparado hacia el BricoCentro Paradelo, a las afueras. Conduje a toda velocidad, sin mirar siquiera el móvil.
"Quiero un taladro", le anuncié a un chaval alto, con pinta de espabilado, nada más entrar. "A mí qué me cuentas, tío", me dijo, y se alejó encogiéndose de hombros. Me costó dar con alguien que trabajase allí realmente. Al fin conseguí hablar con una empleada atentísima, que quiso saber la clase de taladro que tenía yo en mente para aconsejarme lo mejor posible. "¿Hay varios?", pregunté, un poco desconcertado. Espié los estantes que había tras ella y descubrí taladros de todas las familias. Decenas, tal vez cientos. Estuve a punto de suplicar que me diese uno cualquiera. Solo aspiraba a fijar una estantería a la pared de mi estudio, y como mucho colgar un cuadro. Ni siquiera se trataba del ‘Guernica’, sino un pequeño y modesto retrato que me había hecho un amigo, y que aún por encima no se parecía en nada a mí. "Pues aquel", señalé al azar con un dedo, con enorme pasión, como si supiese lo que hacía. "Eso no es un taladro, es un martillo electroneumático", dijo la chica con media sonrisa.
Me gasté doscientos euros preciosos. Me hice también con un juego de veinticinco brocas, y con tacos del cinco, tornillos del cinco y alcayatas del cinco. Todo del cinco. No cabe duda de que es un buen número. Puesto que salí de la nave por el sector de jardinería, no me resistí a cargar en el carrito cinco coleonemas preciosas. Subí la foto del maletín del taladro a un par de grupos de whatsapp, a ver cómo respiraba la gente, y volví a conducir a toda velocidad. No me puse a hacer agujeros de inmediato. Ojalá. Para eso hay que saber. Antes tuve que gastar una hora tratando de acoplar la broca. Lo monté con la liturgia de un francotirador, casi imaginando que estaba en Dallas, en el edificio de la Texas School Book Depository. Al final acerté por casualidad, o a lo mejor por imbecilidad.
"Por qué tienes que cambiar la estantería de sitio, a mí me parece que está bien ahí", dijo Marta. "Es difícil de explicar", admití. Hacía años que soñaba con tener un taladro propio, por una parte; merecía la pena estrenarlo enseguida. Por otra, me había aburrido de las vistas que tenía al sentarme a trabajar, así que si cambiaba de lugar la estantería podría orientar la mesa en otra dirección, y disfrutar de un nuevo horizonte. Con las viejas vistas me era del todo imposible escribir con fluidez. Me sentía estancado, en el fondo de una pecera, o al final de una cueva. "Es un pequeño movimiento táctico, de un metro escaso, pero que casi equivale a una mudanza", filosofé. A veces escribir es solo cuestión de estimular un pequeño cambio en el entorno en que uno escribe. En cierto sentido, el taladro es un arma literaria.
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