dimecres, 6 de novembre del 2019

l'ordenador de biblioteques


ARTURO CHARRIA
Ordenador de biblioteques
El espectador
31|10|2019

Mi primer trabajo fue como ordenador de bibliotecas. Federico, que trabaja como librero algunas tardes y los fines de semana, fue quien me dio la idea. Me dijo que se había dado cuenta de una particularidad de ciertos clientes: “Hay personas que compran libros que creen tener en su biblioteca, pero no los encuentran cuando los buscan. Podemos montar un negocio ordenando sus bibliotecas. Yo consigo los clientes y usted las ordena los fines de semana”.
Pasaron varias semanas hasta que un día, en medio de una clase de Poesía Francesa, me susurró que tenía noticias de “nuestra empresa”. En el pasillo me habló de Jorge: “Es un empresario o algo así. Va mucho a la librería, a veces hasta dos veces por semana. En ocasiones solo camina entre los estantes repasando con curiosidad títulos o portadas que le llaman la atención. De repente toma un libro y nos pregunta si lo hemos leído o conocemos al autor. Cuando se encuentra con uno querido lo saca, se queda un rato mirándolo, comienza a leer las primeras páginas y dice que lo leyó hace muchos años, pero no lo encuentra en su biblioteca”. Me dijo entonces que debía ir el sábado a casa de Jorge y me dio su dirección: un edificio a pocas calles de la librería en donde trabajaba Federico, al norte de la ciudad.
Nos despedimos y, con la excusa de buscar un libro, entré a la Biblioteca Central. Caminé por los pasillos del piso de literatura viendo el orden en que se encontraban. Aunque descifraba cierta ley en la forma en que estaban expuestos, me parecía complejo aprender esa tipología de códigos. Pensé en mi propia clasificación y me di cuenta que no había un orden preciso. Recordé otras formas, como la de Diego, que creaba una paleta de colores con ellos: naranjas, negros, verdes.
Llegué al apartamento de Jorge. Pensé que iba a encontrarme con montones de libros apilados caóticamente uno sobre otro o inestables torres de volúmenes que se vendrían al piso con una ráfaga de viento. Pero no fue así. Todo estaba limpio, iluminado y ordenado. Olía a café recién hecho y sonaba música a bajo volumen: parecía blues.
“Mucho gusto, me llamo Jorge Aristizábal”. Comenzamos a hablar de literatura. Vi que estaba leyendo un libro de Enrique Vila Matas y eso me dio oportunidad para hablar de otro que había leído del escritor catalán: París no se acaba nunca. Se paró y lo sacó de su biblioteca. “Es una suerte saber dónde está este”, dijo riéndose. Observé que tenía bibliotecas hechas a la medida del apartamento distribuidas por toda la casa. Lo abrí y por la fecha me di cuenta de que lo había comprado hace poco. Me corrigió: “No. Yo no les pongo la fecha en que los compro, sino cuando los termino”.
–Ese es el orden, –dije inconscientemente.
Le expliqué que ordenaríamos su biblioteca según las fechas en que había terminado sus libros, como una pequeña autobiografía lectora. La tarea duró seis tardes de sábado, desmontando estantes enteros para hacer montañas con décadas de lectura.
Hubiera podido terminar el trabajo en dos días, pero siempre había libros en los que Jorge se detenía. Mientras subíamos y bajábamos volúmenes, él recordaba viejos amores, viajes y tristezas que descifraba entre los subrayados. De repente, buscando la fecha de lectura, caían viejos pasajes de avión o fotografías que usaba como separador. En una oportunidad cayó una foto de él junto a una mujer. “Es Diana”, me dijo. Esa tarde no acomodamos más libros; fue a la cocina y regresó con dos vasos y una botella de whisky.
Al terminar de a me dijo que había un montón de libros que no quería, tomé varios y me llevé, sin que se diera cuenta, uno de esos que tenía repetidos. No pensé que fuera un robo, sino una forma de recordarlo. Se trataba de una edición rústica de Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi.
Años después, en mi apartamento, le mostré una pequeña sección de libros que he extraído de bibliotecas de mis amigos y le mostré el de Tabucchi.
– Espero que lo haya leído. –me dijo.
Le mostré la primera página y ahí estaba la evidencia: Bogotá, 26 de septiembre de 2006, pocos días después de haber terminado mi primer trabajo como ordenador de bibliotecas.

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