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A lo largo de los años he visto libros destinados a equilibrar la pata manca de una mesa; los conocí convertidos en mesa de luz, dispuestos en forma de torre y con un paño por encima; muchos diccionarios han planchado y prensado más objetos que las oportunidades en que fueron abiertos, y no pocos libros guardan, disimulados en los estantes, cartas, dinero, secretos. Las personas también cambian el destino de los libros.
Se rompe un jarrón, se descompone una cafetera o un televisor mucho antes que un libro. No se rompe a menos que su propietario quiera hacerlo, arranque las páginas, les prenda fuego. Durante los años de la última dictadura militar argentina, mucha gente quemó sus libros en el inodoro, en las bañeras, enterró colecciones en el fondo de sus casas. Se habían vuelto notoriamente peligrosos. Entre ellos y la propia vida, la gente elegía, convertida en su propio verdugo.
Libros que habían sido largamente estudiados, discutidos, libros que habían despertado pasiones, compromisos irrenunciables, y distanciado a viejos amigos, subían al cielo convertidos en cenizas de carbón que se disipaban en el aire.
Yo no me atreví. Enrollaba revistas y las introducía dentro del tubo de la cortina del baño, escondía los libros más temibles en el último rincón de los armarios, en la hilera posterior de la biblioteca, a conciencia de que un sorpresivo allanamiento los descubriría. Entonces los libros acusaron a mucha gente. Les rompieron la vida.
Las relaciones de la humanidad con estos objetos resistentes, capaces de atravesar un siglo, dos, veinte, vencer, si se quiere la arena del tiempo, nunca fueron inocentes. Han adherido a la fibra de la madera, blanda e inquebrantable, una vocación humana.
Carlos María Domínguez. La casa de papel. Mondadori, 2007. P. 91-92.
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