Ignoro si le pasa a alguien más, pero de un tiempo a esta parte los libreros solo me regalan marcapáginas de libros malos. Seguro que se quieren deshacer de ellos y me entregan cualquiera que promocione novelas históricas o sagas de no sé qué cosa. Tienen títulos rimbombantes, dibujos feos y frases que aseguran aventuras de las que tampoco me quiero enterar. Lo que me gustaría saber, muy por el contrario, es dónde esconden los marcapáginas que anuncian libros buenos. Al menos yo, desde hace meses que no los veo. Por último alguno que anuncie obras o poemas clásicos, que no serán una novedad, pero que uno guardaría con gusto. Vidas paralelas, Las nubes, Gargantúa y Pantagruel, cualquiera de esos los usaría encantado y hasta los coleccionaría con un ánimo fetichista que últimamente dejo para los calcetines de algodón orgánico. Esos rectángulos de cartón que en teoría promocionan libros buenos —no los he visto ni de lejos, pero me aseguran que hay alguno de Carlos Cociña y otro de Elvira Hernández dando vueltas por ahí— servirían para marcar dónde dejé la lectura y, de paso, para hacer filiaciones: un libro de Lira con un marcador de Lihn, una novela de Guebel con uno de Borges y, un par de hojas más adelante, otro de Davis. Es tan útil, ya lo ven, que hasta se podría hacer crítica doméstica.
Al final, hago lo de siempre y doblo las esquinas de las hojas. Por arriba si quiero marcar dónde quedé o por abajo, si necesito recordar una página sobre la que volver más tarde. Soy incapaz de usar el marcapáginas de un libro o un escritor que no me gusta. Después de mirarlo por lado y lado, sin saber muy bien qué hacer, termino levantando los hombros y tirándolo a la basura. Y como siempre con malos, ya debo llevar dos o tres árboles talados por culpa del inútil que, desde su oficina dedicada a la contaminación editorial, decide cuál será el próximo marcador por imprimir. Tampoco lo digo por capricho. Usar durante días, si es que no semanas, el marcador de un libro malo es casi como llevar una chapita en la solapa de una causa que uno no comparte. Si ahora pusiera entre las páginas del libro que leo —un policial estupendo de Elliott Chaze— un marcador de Gonzalo Contreras sería un despropósito, un acto de traición, puro pragmatismo literario que, como cualquier pragmatismo, conduce derechito al sobrepeso o a la derrota moral.
No sé si la Honorable Cámara de Diputados me acompañe en esto, pero creo que todo lector tiene derecho a exigir un marcapáginas que no lo humille. O incluso, que lo represente. Cada vez que un librero —el mío tiene buen gusto y hasta me invita a fiestas, pero eso no implica que me entregue marcadores decentes— cuele entre las páginas del libro recién comprado un rectángulo infame, uno debiera poder citar el Código Civil en voz alta —artículo tanto, inciso tanto— y exigir respeto. O, al menos, un buen descuento.
Dejo la idea sobre la mesa.
Gonzalo Maier. «Dos o tres árboles menos». A: Leer y dormir. Minúscula, 2021. 39-42.
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