dimarts, 21 de setembre del 2021

contra les obres completes


La semana pasada me regalaron las obras completas de Elizabeth Bishop. Fue una sorpresa de lo más linda: hace años leí un poemario delgado que llevaba su nombre en la portada y, pese a mis ganas, nunca me volví a cruzar con ella en una  librería. Mientras daba las gracias, me pillé sosteniendo los tomos con las dos manos y confirmando que más allá de los poemas de la escritora gringa, esos ladrillos eran otro ejemplo de una costumbre editorial aburridísima, que huele un poco a réquiem y otro poco a naftalina.

Las obras completas suelen tener tapas gruesas, un papel que en nada se parece al común y corriente —por lo general es delgado, casi de biblia, pero también los hay más gruesos, como si el gramaje extra fuera un gesto de respeto—, además de un diseño de cubiertas sobrio y solemne. Como suele pasar es estos casos, miré los libros con curiosidad, aunque las dos palabras del título eran tan poco eróticas que no dejaban ni un centímetro a la imaginación: Obras. Completas.

Para colmo, la literatura de Bishop —ligera y amigable, escrita para ser leída a sorbos, picando por aquí y por allá como en una sobremesa brasileña— era el opuesto a la pesadez de esos volúmenes. Cualquier obra completa trasluce sus ansias por entrar al panteón de la literatura, pese a que ya se sabe que ese lugar no es más que un cementerio decorado por eruditos y alcaldes en busca de efemérides. Suelen ser libros difíciles de tomar, objetos contundentes e ideales para  impresionar a las visitas más que para echarse a leer sobre un sofà un domingo por la tarde. Supongo que los que tienen la mala suerte de acercarse por primera vez a, por decir algo, Alejandro Rossi, Clarice Lispector o Nicanor Parra a través de sus obras completas, lo hacen como los visitantes de un museo que frente a un cuadro consagrado —La ronda nocturna o El boxeador de Camilo Mori— confirman la imposibilidad de observar con soltura lo que ha sido aplaudido hasta el calambre.

De paso, la zarandaja de las obras completas lleva directo a una pregunta que no logro responder, pero que tampoco me puedo quitar de la cabeza: ¿por qué alguien leería todo lo que ha publicado un escritor? Sinceramente no se me ocurre. Incluso los mejores tienen textos de sobra y algunos de mis favoritos cuentan con más páginas malas que buenas. Hace varios años, un amigo me dijo que a los escritores o a los artistas hay que juzgarlos por sus obras buenas, y el asunto siempre me ha parecido una verdad revelada. Tal vez por eso las obras selectas o escogidas sean un camino algo más digno si se quiere canonizar a un autor —tampoco imagino por qué alguien lo haría, a no ser que tenga un Vaticano mental—, pero los libros sueltos e independientes, humildes y libres en su singularidad, al menos permiten leer del modo más alegre posible que conozco, es decir, sin mucho respeto.


Gonzalo Maier. «Contra las obras completas». A: Leer y dormir. Minúscula, 2021. P. 71-74.


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