dimarts, 5 d’abril del 2022

el llibre de paper


Ahora debo argumentar la impopular tesis de que el libro de papel es un diseño defectuoso y, lo que es aún mucho más arriesgado, que el libro digital es mucho más límpio.

Comienzo la ardua tarea.

1. El libro de papel consume papel. Esta obviedad constituye un grave pecado según la catequesis ecologista. Claro, puede ser papel reciclado, pero sabemos que el reciclar papel consume energía, y estamos en las mismas. Estoy convencido de que es mejor limitar el consumo que reciclar. En nuestro estudio de arquitectura y diseño, a pesar de que yo continúe dibujando mucho a mano alzada, el consumo de papel debe de haberse reducido en un 90 por ciento, y no creo que seamos una excepción. Además, estimado lector, la mayoría del papel que cae en tus manos, no solo en los periódicos, es el denominado «papel mecánico» que amarilleará y se volverá quebradizo en pocos años (si, equivocadamente, me estás leyendo en papel, ten en cuenta que Acantilado es una de las dignísimas excepciones). Tengo el inmenso privilegio de contar con una edición original de Il quattro libri dell'architettura, de Andrea Palladio, publicada en Venezia en 1570. También conservo el libro sobre los órdenes clásicos que estudié y del que tuve que reproducir algunas lámins al inicio de la carrera. El primero tiene más de cuatro siglos y está incólume; el segundo tiene sesenta años y está terroso y quebradizo, totalmente inutilizable.

2. El libro de papel se abre mal, quiero decir que no se abre del todo, y si lo hace, se deteriora. No hablemos de las encuadernaciones «a la americana», donde se han substituido los cuadernillos cosidos por las hojas pegadas por su canto al lomo. Si pretendemos abrirlos del todo, pronto nos encontraremos con un montón de hojas sueltas. Pero, en los mejores libros actuales encuadernados en rústica, el lomo está adherido al canto de los cuadernillos, y la rigidez del lomo impide que podamos abrirlos del todo sin violentarlo. Argumentaréis que esto no sucede en los preciosos libros antiguos y en algunos, muy pocos, encuadernados aún en tapa dura a la antigua usanza, o sea, con el lomo no adherido al canto de los cuadernillos. Sin discusión, estos raros libros se abren mucho mejor, pero no sin riesgo. La prueba fehaciente es que en las bibliotecas no permiten aplanarlos en la pantalla de la fotocopiadora y que, cuando nos han prestado un incunable para alguna exposición, ha sido con la inexcusable condición de que no se expusiese abierto sobre un plano sino apoyado en un atril en un ángulo máximo de 120 grados. El hecho de no poder abrir los libros del todo hace que los primeros milímetros interiores queden muy ocultos, que textos e ilustraciones deban separarse del canto, y ello imposibilita que pasen de la página izquierda a la derecha sin una considerable pérdida de información.

3. El libro de papel ocupa muchísimo espacio. Mis amigos, ávidos lectores, tienen graves problemas para almacenarlos. Algunos de ellos tienen un piso solamente dedicado a biblioteca; muchos regalan a bibliotecas públicas los que ya no caben en sus estanterías. Beatriz de Moura y Eduardo Mendoza tienen generosas bibliotecas que no están dispuestos a ampliar aún más. Cuando llegan nuevos ejemplares deben donar algunos viejos a bibliotecas públicas. Cuando mi amigo Félix de Azúa decidió exiliarse en Madrid, poseía una biblioteca de veinte mil ejemplares. Encontrar una vivienda que los pudiese alojar parecía una misión imposible. Cedió más de diez mil ejemplares a la biblioteca del Museo del Prado, y ésta le concedió el uso de un despacho en el mismo Casón del Buen Retiro donde poder consultarlos. Entre las muchas dificultades que pasan las viejas y entrañables librerías está el tremendo espacio que deben dedicar a un mínimo de fondo editorial. Ya no pueden soportar el coste de alquiler del metro cuadrado en el centro de la ciudad. Muchas ya solo tienen novedades editoriales. Hace poco solicité a la enorme librería del Corte Inglés de Barcelona cualquier libro de Nabokov que no fuese Lolita. La desconcertada dependienta no sabía de qué le hablaba, y tras consultar la pantalla del consabido ordenador me informó de que estaban todos agotados. Naturalmente, no me lo creí, consulté al buen amigo Jorge Herralde, cuya Editorial Anagrama publica al autor, y me confirmó que todos, un montón de títulos, estaban en el mercado. En esta coyuntura, las librerías, por mucho que nos pese, lo tienen crudo. Las mejores se preocupan de pedir el libro que no tienen y te telefonean cuando lo consiguen, pero si Amazon, en pocas horas, envía a tu casa el libro deseado, en la lengua escogida, aunque esté fuera del mercado desde hace años, hay que tener un gran amor por la conservación para acudir a una librería (claro que hay muchas personas ancianas que parecen acudir a las farmacias por el mismo motivo).

4. El libro de papel es prácticamente imposible de ordenar en una biblioteca. Muchos amigos y yo mismo lo hemos intentado inútilmente durante años. Si nos atenemos al tema o al autor nos encontramos con tamaños muy distintos. De David Hockney, por ejemplo, tengo un par de mamotretos enormes y pequeños catálogos de exposiciones. No digamos de Salvador Dalí. Si nos atenemos al tamaño, el batiburrillo de autores y temas es indescifrable. Si nos atenemos a las colecciones, el conjunto queda elegante en la biblioteca, pero el problema es parecido. Al final, el criterio absurdo de ordenarlos por orden de recepción, un auténtico cadavre exquis bibliográfico, no parece tan mal. Al menos no nos hace reordenar todos los estantes cada vez que adquirimos un nuevo ejemplar.

5. El libro de papel colocado en una estantería es el objeto más propenso a recoger el polvo y el más engorroso de limpiar. Parece casi imposible diseñar un artilugio más idóneo. Una serie de finas hojas colocadas como un radiador que en su parte horizontal se muestran dispuestas a recoger todo el polvo que allí se deposite.

6. El libro de papel precisa de una buena luz para su lectura. Esto parece una obviedad, pero una buena luz en la cabecera de la cama no es tan corriente, casi ningún hotel la tiene, y que no moleste a tu pareja, si la tienes, es imposible. Hasta que no me puse a leer en mi tableta, esto fue uno de los diversos motivos de divorcio.


Por las razones expuestas, aunque me pierda el placer de pasar páginas y el supuesto aroma del papel, ya apenas compro libros físicos, y no creo ser la excepción (un reciente estudio de Ikea demuestra que en nuestro país las casas sin libros son el doble que en 2010, y que la venta de estanterías está cayendo en picado). Casi todos los editores prestigiosos se resisten a aceptar la decadencia del libro impreso y de la entrañable librería tradicional; citan admirables victorias pírricas, como la de jóvenes entusiastas que se atreven a abrir pequeñas librerías de barrio (cuando sabemos que el 70 por ciento de los ejemplares que se venden en nuestra ciudad salen de las librerías de El Corte Inglés o de la Fnac) o como la aparición de pequeñas editoriales que miman sus preciosas ediciones. Los entiendo muy bien, también yo lamento la desaparición de maravillosos artesanos, de habilidosos albañiles y escayolistas patrios, de zapatos hechos a medida, de mi jubilado sastre de toda la vida, de correspondencia y proyectos grafiados sobre papel, de impresiones fotográficas en gelatina de plata e, inevitablemente, de la fiesta de los toros. Pero, como no me considero integrado pero tampoco apocalíptico, he ido abandonando, con pesar pero conformado, muchos de estos lujos.

Cuando a medianoche termino un libro que me ha gustado, consulto en la pantalla otros títulos del autor, escojo uno y, en treinta segundos, lo pido, lo pago, lo descargo y reemprendo la lectura en el tamaño de letra adecuado a mi cansada vista. En un principio, temía que las ilustraciones me decepcionaran, pero tras ver los espléndidos planos de Historia del mundo en 12 mapas y de apreciar todo su detalle ampliando fragmentos en la pantalla, he abandonado esta última reticencia.

 

Oscar Tusquets. Pasando a límpio. Acantilado, 2019. P. 147-152.


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