Unas paperas me trajeron mi primer libro. Unas anginas, el segundo. Un cumpleaños, el tercero. Y así, poco a poco, fue naciendo mi biblioteca personal, imprevisible y caótica, como la vida misma. Abarcaba del tebeo al cómic, de los libros de pandilla a las aventuras de Salgari —todavía recuerdo con estremecimiento el día en que, de su mano, descubrí la palabra «cimitarra», afilada y cortante como la voz que la identifica—; de mi querido Verne a mi adorado Stevenson.
Aquellos libros surgían como por obra de un mágico sortilegio, frente a la monotonía de cartillas y vademécums, plúmbeos y patrióticos manuales, reflejos fieles de una escuela en la que casi todo crecía aburrido, predecible y gris. Una escuela donde la educación era cautiva de la instrucción; la experiencia, un imposible inalcanzable; y la práctica, un mero placebo o sucedáneo.
Antonio Basanta. Leer contra la nada. Siruela, 2017. P. 18.
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