SILVINA FRIERA
“Un cuento revela lo que no se dice”
Página|12
15|11|2008
La historia de Claire Keegan podría parecer un cuento de su admirado Chéjov, donde la protagonista lucha contra las circunstancias de su ambiente. La escritora irlandesa, que nació en 1968 en County Wicklow (en la costa oriental de Irlanda), en el seno de una familia católica, cuenta que su padre “nunca leyó un libro” y su madre, “sólo algunos”. Cuando era chica, en esa atmósfera de la granja familiar donde pasó su infancia y adolescencia, ella captaba lo que no se decía, pero se respiraba: su familia no era feliz. A los 17 años viajó a Estados Unidos para estudiar inglés y ciencia política en la Universidad de Loyola. Decidió regresar a Irlanda en 1992, para realizar un master de escritura creativa en la Universidad de Gales, quizás en el peor momento: cuando el país comenzaba a padecer la tasa de desocupación más alta de Europa. “Nunca había escrito nada ni me imaginaba que podía ser escritora”, dice Keegan mientras sus dedos juegan con su pelo largo, finito y colorado, como si desanudara un collar. “Empecé a escribir hace catorce años, cuando estaba desempleada y vivía con mi madre. Me presenté en 300 trabajos y recibí 300 cartas de rechazo”, aclara. Y sus ojos azules se irritan levemente por ese recuerdo. Invitada al Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), Keegan, que acaba de publicar Recorre los campos azules (Eterna Cadencia), ocho cuentos magníficos traducidos por Jorge Fondebrider, se presentará hoy a las 12 en el panel “Creative writing, usina de escritores”, junto con Mark Axelrod, Leonardo Valencia y Carlos Gamerro.
“Hay una gran tradición del cuento en Irlanda, pero poca gente que se dedica a escribir relatos porque es difícil ganarse la vida. Yo lo hago, pero sé que tuve mucha suerte, mis cuentos cayeron en las manos indicadas en el momento apropiado y me han llevado por todo el mundo”, admite la escritora irlandesa. En la mayoría de los cuentos de Recorre los campos azules, Keegan explora, dando rodeos sutiles, pero al mismo tiempo perturbadores, la vida en la Irlanda rural contemporánea. En “Regalo de despedida”, una joven que está a punto de viajar a Estados Unidos no puede recordar momentos de felicidad en su familia. Nada parece venirle a la mente, aunque pronto asomarán imágenes y palabras que hieren. “Tu madre no quería una gran familia. A veces, cuando perdía la paciencia, te decía que te pondría en un balde y te ahogaría (...) La gente a veces dice cosas horribles.” Lo horrible es que la hacían dormir con su padre y “la mano terrible se metía debajo de la ropa para sacarte el camisón, los dedos, fuertes de ordeñar, te encontraban”. Hay momentos de epifanía de una profunda belleza como cuando el sacerdote de “Recorre los campos azules” acude a un chino que se dice que cura enfermedades. “¿Por qué la ternura es mucho más paralizante que el agravio?”, se pregunta el sacerdote después de que las manos del chino le tocan el cuerpo. Una de las historias más impactantes es el cuento “La hija del guardabosques”, con ese matrimonio errático y sin salida entre Martha y Deegan, la mujer que no aguanta más la vida familiar y desea irse, el padre de su hija que nunca le escribió y esas llamas finales que convierten las vacas en figuras “medio cómicas a la luz del fuego”. Keegan escribe cuentos duros, desafiantes, oscuros, pero en sus estrategias narrativas es profundamente compasiva con los desajustes emocionales de sus personajes. “Un cuento tiene varias capas: la más expuesta, por donde pasa todo o nada, y por debajo, varias corrientes distintas de lógica emocional, que si tienen sentido lo adquieren al final”, plantea la escritora irlandesa en la entrevista con Página|12.
“La mayoría de mis historias no son autobiográficas, pero me gusta mucho que la gente lea los cuentos pensando que me pudo haber pasado a mí. Un consejo muy común que se les da a los escritores es que escriban sobre lo que conocen, pero a mí me interesa más escribir sobre lo que no conozco”, subraya Keegan, autora de Antarctica, su primer libro de cuentos, publicado en 1998 en Gran Bretaña y los Estados Unidos. Considerada una de las voces más importantes de la literatura irlandesa, Keegan fue comparada con escritores como William Trevor y Raymond Carver.
–¿Por qué en muchos cuentos aparecen mujeres de más de treinta años que viven con preocupación el mandato del matrimonio, porque aún no se casaron, o que se casan pero sin muchas convicciones?
–Creo que surge de la sociedad en la que vivo. Para mí cualquier forma de arte, cualquier libro, es una crítica a la cultura y a la sociedad en la que fueron creados. Y este libro es una crítica sobre por qué la gente se junta, por qué se forman las parejas. Es una crítica al matrimonio en sí mismo, al hecho de que en un momento de la vida te vas a casar y vas a tener hijos. En mi experiencia, la mayoría de las familias que conocí, incluso mi familia, no era feliz. Nunca creí en el matrimonio como un camino hacia la felicidad. Para mí es más valiente estar solo que estar en una relación. Casarse por imposición no resuelve el problema de la soledad. Lo que yo cuestiono es el matrimonio como una respuesta a la soledad, pero la soledad afecta tanto a los hombres como a las mujeres. Las emociones no son sexistas. Los pensamientos sí.
En los cuentos de Keegan también se puede encontrar una solapada crítica a la Iglesia Católica, con personajes que dudan de su fe o se preguntan dónde está Dios. “La Iglesia Católica ha cambiado mucho en Irlanda. Su imagen ha decaído por varios casos de abusos sexuales que hubo en instituciones católicas. La gente que antes iba ciegamente a misa ahora no está yendo más. Muchas iglesias están vacías –explica la escritora–. Los que están en las iglesias son inmigrantes católicos del este de Europa y las personas mayores. Los más jóvenes tuvieron malas experiencias con la Iglesia y no creo que quieran volver. Yo tuve un mensaje muy claro: como era mujer no podía servir en misa, no podía hacer nada.”
–Sus cuentos tienen atmósferas muy chejovianas, ¿es deliberado ese clima que maneja?
–Sí, admiro muchísimo a Chéjov, sus cuentos son muy compasivos, muy humanos; se relaciona con las personas y no las juzga. Entiende mucho la fragilidad y dureza de la vida, pero al mismo tiempo es tierno, amigable y nunca racionaliza ni explica las emociones.
–¿Cómo trabaja la escritura de un cuento?
–Escribo muy despacio, hago como treinta borradores de una historia, me lleva mucho tiempo convertir una historia en cuento. Para transformar una historia en un cuento, hay que sacarle muchas cosas de modo que parezca que el cuento se desmorona, pero sigue ahí. Una buena historia es la que está casi incompleta y parece frágil. Es como la diferencia entre sentarse al lado de alguien que no para de hablar, y que sabés que no va a decir nada importante, o sentarte al lado de alguien que está muy callado y probablemente te va a decir algo. Nos pasamos la vida hablando, pero la mayoría del tiempo no decimos nada. Un cuento revela lo que no se dice.
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