dilluns, 15 de juliol del 2024

la pedra de la bogeria

 


Un hombre con la cabeza tirada hacia atrás.
Un cuchillo afilado le abre la coronilla para revelar una piedra: la piedra de la locura.
El desdichado estira el cuello, se retuerce para tratar de mirar al cirujano que está de pie detrás de él, y al hacerlo sus ojos se hunden en sus órbitas, más y más y más profundo, hasta que todo lo que se puede distinguir es el blanco de su esclerótica, la boca abierta de par en par mientras grita: «¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Dios nos ve!»
Frente al hombre hay un fraile de pelo cano con la mollera tonsurada; viste una túnica de terciopelo negro, sostiene una jarra metálica en la mano izquierda y con la otra parece estar impartiendo una bendición. Lo secunda una monja que se inclina hacia adelante y apoya los codos en una mesa de piedra, finamente tallada, mientras observa la trepanación con una expresión de asco en el rostro; aunque tal vez solo sea de hastío, ese enorme cansancio que uno siente ante el absoluto sinsentido del mundo. Ella apoya su mejilla contra la palma de la mano y mantiene un gran libro forrado en cuero carmesí en equilibrio precario sobre su cabeza, la cual está cubierta por un largo velo blanco que ilumina sus rasgos severos y le cae por debajo de la cintura. La mujer no parece impresionada en lo más mínimo por la espantosa incisión que el cirujano ha hecho directamente en el cráneo del paciente; pero ¿acaso es un tulipán lo que brota de la herida?
El pobre hombre que sufre este extraño procedimiento medieval viste medias de color escarlata y una túnica con las mangas abombadas que apenas alcanza a tapar su enorme barriga. Está sentado en medio de un campo abierto, descalzo, en lo que parece ser el banquillo de una iglesia, o un confesionario partido por la mitad, y sus dedos aprietan los soportes de los brazos mientras el médico —aunque quizás sería más exacto llamarlo torturador— lo sostiene de un hombro mientras lleva a cabo la operación, con una gran jarra de cerámica colgando del cinturón de cuero negro que le rodea la cintura, su cabeza protegida no por una gorra o un sombrero sino por un gigantesco embudo de metal que apunta directamente al cielo. 
Estos cuatro personajes figuran en un pequeño cuadro que cuelga en el Museo del Prado, uno que pasa casi desapercibido para la mayor parte de los turistas, porque está expuesto al lado de El jardín de las delicias, un gran tríptico que es, sin duda, la obra más icónica de su autor, ese incomparable maestro neerlandés, Hieronymus van Aken, el Bosco. [...] El pequeño cuadro que la acompaña es más humilde en tamaño  —mide solamente 48 centímetros de alto y 35 de ancho—, pero no en temática: es conocido por dos nombres, La cura de la locura o La extracción de la piedra de la locura, y representa una vieja superstición del Medioevo, la idea de que la demencia y la idiotez eran causadas por una hipotética piedrecilla que se podía alojar, o que tal vez crecía por sí misma, al interior de la cabeza. En el cuadro del Bosco, la piedra que el cirujano está tratando de extraer del cráneo del paciente ha sido reemplazada por un bulbo; podemos asumir, casi con toda seguridad, que se trata del bulbo de un tulipán, porque una de esas majestuosas flores —de color almendra y casi marchita— yace encima de la mesa donde la monja fatigada reposa sus brazos fatigados. Michel Foucault escribió sobre ese cuadro en su libro Historia de la locura en la época clásica, y dijo que «el famoso doctor del Bosco está mucho más loco que el paciente que intenta curar, y su falso conocimiento no hace más que revelar los peores excesos de una locura que es inmediatamente evidente para todos, excepto para él mismo».

 

Benjamín Labatut. La piedra de la locura. Anagrama, 2021. P. 45-48.

 


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