El correr de los años enfrenta a los lectores a una situación semejante. Las Grandes Obras se asimilan al recuerdo; surgen el gusto por la relectura y la peculiar dicha de la capitulación. ¡Qué tranquilidad no tener que leerlo todo! La dificultad de viajar, de correr, de beber o de leer como antes, se tolera descubriendo cierto gozo en la renuncia. El cine deja de ser una compulsión y se convierte en un estacionamiento lleno, extenuantes escaleras, vecinos de asiento que no dejan de hablar. Algunos cinéfilos domestican sus pasiones y admiten que Netflix sustituya a la Cineteca del mismo modo en que las pantuflas sustituyen a los zapatos.
El lector impenitente, cuya premiosa afición pasa con los años del ojo desnudo a los lentes y luego a las lupas, suele perder la capacidad de asombro. Si Mefistófeles se acercara a su escritorio, difícilmente encontraría un alma dispuesta a sellar una transacción en nombre de los libros. ¿Qué alternativas lectoras brindaría ese tardío pacto fáustico? ¿Regresar a la juventud, etapa ingenua en la que se admiraron tantos bodrios? ¿Disponer de un tiempo extra para que todas las páginas se ordenen en una inacabable enciclopedia? La primera alternativa ruboriza a quien conoce el mal gusto que tuvo en el pasado (en un poema sobre sus subrayados, Luis Miguel Aguilar descubre que, si juzgara a los clásicos por las frases que admiró en su juventud, consideraría que son pésimos autores: ¡qué superficial parece Esquilo cuando entresacamos de sus páginas las frases que nos cautivaron en la adolescencia!). Y la segunda alternativa —el afán de abarcar catálogos enteros— convierte la lectura en un acto oficioso, libre de accidentes. Si nos sobrara el tiempo en una biblioteca, nada sería un hallazgo esencial, pues tarde o temprano leeríamos todos los libros.
Quien ha cambiado suficientes focos en su lámpara de lector sabe que no tiene caso volver a la emoción primera, que se beneficiaba de la ingenuidad y la ignorancia, que tanto contribuyen a la sorpresa. Pero tampoco tiene caso seguir leyendo por rutina.
Lo que jamás conoceremos da fuerza a lo que sí llega a nosotros. Por eso, en toda repisa que se respete debe haber libros que jamás serán leídos y que sólo están ahí para reforzar la importancia de sus compañeros...
Juan Villoro. No soy un robot. La lectura y la sociedad digital. Anagrama, 2024. P. 236.
M'hi identifico molt. No sé si arribo a la categoria de "lector impenitente", si que sé que he perdut la "capacidad de asombro". I que poquíssimes novetats em criden l'atenció, havent-hi tantes obres de anteriors per a descobrir (o rellegir), quina mandra els nous...!.Ara, això potser no és ser "impenitente" sinó simplement un "viejo cascarrabias"
ResponEliminaSaps, jo hi llegeixo lector impertinente. Ja no m'hi veig de cap ull!
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