skip to main |
skip to sidebar
El viejo Nueva York al cual regresé siendo niña significaba para mí, sobre todo, la biblioteca de mi padre. Ahora disfrutaba por primera vez de un hartazgo de libros.
[...] La biblioteca probablemente no contenía más de setencientos u ochocientos volúmenes. Mi padre tenía hermanos mayores, y mi madre un hermano a quien fueron a parar la mayoría de los libros de su rama de la familia. [...] La biblioteca a que yo tenía acceso contenía en consecuencia pocos libros heredados; recuerdo preferentemente, en la discreta piel de becerro de la época, ediciones completas de Swift, Sterne, Defoe, The Spectator, Shakespeare, Milton, las Reliquias de Percy, ¡y Hannah More! De los restantes libros, la mayoría debió ser adquirida por mi padre. Pese a que no eran muchos, sí estaban bien elegidos, y el hecho de que su número fuera tan limitado probablemente ayudó a fijar su contenido en mi memoria.
En todo caso, antes de que el paso de los años y una sucesión de muertes volvieran a traerlos a mis manos, en cualquier momento fui capaz de visualizar los libros contenidos en aquellas bajas librerías de roble. Mi madre, perpleja por el descubrimiento de que había engendrado una omnívora lectora, y sin saber cómo orientar mis lecturas, contaba quizá con que la institutriz lo haría por ella. Siendo una mujer indolente, acabó por vencer la dificultad resucitando una norma de sus años escolares y decretó que yo no debería nunca leer una novela sin antes pedirle permiso. Yo era por mi parte una niña penosamente concienzuda, así que acaté literalmente el decreto y sometí a su consideración cada una de las obras de ficción que despertaba mi interés.
Con objeto de ahorrarse posteriores problemas, ella se negaba casi siempre a autorizarme la lectura, hecho del que no hay que sorprenderse puesto que su madre le había prohibido a ella leer incluso las novelas de Scott, excepto Waverley, ¡y ésta la autorizó cuando mi pobre madre ya estaba cansada! De todos modos, de las muchas prohibiciones que se me impusieron (para la mayoría de las cuales, cuando miro atrás, no encuentro motivo de queja), no hay ninguna que agradezca tanto como aquélla. Al negarme la posibilidad de perder el tiempo con efímeras necedades, mi madre me empujó hacia los clásicos y de esta forma contribuyó a dar a mi mente un temple que mis estudios, demasiado livianos, no habrían producido por sí solos.
Edith Wharton. Una mirada atrás. Traducció de Jordi Gubern, 2004. P. 53- 61.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada