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Desde hace muchos años me gano la vida escribiendo libros. He tenido suerte, hay bastantes personas que me leen. También por ello, de vez en cuando viene gente a preguntarme cosas extrañas y rebuscadas, a las que respondo como buenamente sé, y tratando de estar a la altura de sus expectativas. Una pregunta que me hacen a menudo es a quiénes considero mis padres espirituales como escritor. Bueno, en los últimos tiempos hacen una distinción que vuelve la pregunta un poco más estrambótica: quiénes son mis padres y madres literarios (alguna vez añaden y literarias).
Normalmente respondo la pregunta con una lista de nombres, más o menos fluctuante. Como cualquier ser humano, no estoy exento del afán de agradar al interlocutor, y por eso introduzco ligeros cambios según quién me interroga. A veces salen más autores de mi propia nacionalidad, o de alguna otra en particular; en ocasiones cargo la mano sobre tal o cual género; y tampoco dejo en alguna oportunidad de rebuscar más nombres femeninos. Pero nunca he dado la respuesta pura y simple, la que posiblemente encierra la verdad más genuina y completa al respecto.
Mi padre literario (presumo que es más probable que fuera un hombre, pero también podría ser una mujer) no sé quién es. Sí sé dónde trabajaba: en la dirección provincial de bibliotecas, la misma que nunca consideró necesario poner una en el barrio donde viví mi adolescencia, al menos mientras duró ésta, y que para paliar la carencia enviaba cada semana un pequeño bibliobús con un puñado de libros. Mi padre literario es ese oscuro funcionario (o mi madre literaria es esa oscura funcionaria) que alguna mañana, quizá no con demasiado entusiasmo, decidió qué títulos había que cargar en el bibliobús que iba a mi barrio. Porque entonces yo no tenía dinero, y sólo podía leer libros prestados. Y porque era un chico tenaz y febril, y así acabé leyéndome el bibliobús entero.
A aquel desconocido (o desconocida) le debo haber descubierto a los desvalidos personajes de Kafka, al Juntacadáveres de Onetti, a los conmovedores héroes de Italo Calvino, al atormentado sabueso de Conan Doyle, los Ojos de perro azul de García Márquez. Haber leído todo eso con quince años me hizo escritor sin remedio, como una condena que nunca he querido sacudirme. Y me hizo además el escritor que soy, impidiéndome llegar a ser cualquier otro.
He tardado mucho en reconocerlo, pero nunca es tarde para dejar constancia de la verdad. Eso hago aquí, donde creo que corresponde. Dondequiera que estés, padre (o madre), gracias.
Lorenzo Silva. «El hijo del bibliobús». [Font: Asociación de profesionales españoles de bibliotecas móviles]
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