Nací en 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Mi padre y mi madre duraron veinte años de novios y dos de casados. Cuando mi padre murió yo tenía ocho meses y no lo recuerdo. Por las fotos deduzco que de él heredé las ojeras. Ya adulto encontré una carta suya que yo podría haber escrito. Al quedar viuda, mi madre regresó a vivir con su familia y allí se quedó. Cuando yo tenía tres años fuimos a vivir en la capital; cuando tenía siete años, mi abuelo, el otro hombre que había en la casa, murió. Crecí entre mujeres que me adoraban. Querían que fuera ingeniero: ellas habían tenido dinero, lo habían perdido y esperaban que yo lo recuperara. En ese camino estaba cuando un día, a los veintiún años, faltándome dos para terminar la carrera, decidí abandonarla para dedicarme a escribir. Las mujeres que había en la casa pasaron quince años lamentando esta decisión —lo que nosotras hubiéramos querido, decían, es que fueras ingeniero—, más tarde se acostumbraron.
Escribí mi primera obra literaria a los seis años y la segunda a los veintitrés. Las dos se han perdido. Yo había entrado en la Facultad de Filosofía y Letras y estaba inscrito en la clase de Composición Dramática que daba Usigli, uno de los dramaturgos más conocidos de México. Usted tiene facilidad para el diálogo, dijo, después de leer lo que yo había escrito. Con eso me marcó: me dejó escritor para siempre.
Al principio parecía que mi carrera literaria iría por el lado del teatro y sería brillante. Mi primera comedia fue puesta en escena, con éxito relativo, en 1954, la segunda lo fue en 1955, las dos fueron recogidas en antologías del teatro mexicano moderno, Usigli me designó para que lo reemplazara cuando se retiró, gané tres becas al hilo —única manera que había entonces de mantenerse en México siendo escritor—. Pero llegó el año de 1957 y todo cambió: se acabaron las becas —yo había ya recibido todas las que existían—, una mujer con quien yo había tenido una relación tormentosa, se hartó de mí, me dejó y se quedó con mis clases, además yo escribí dos obras que a ningún productor le gustaron. (En esto intervino un factor que nadie había considerado: tengo facilidad para el diálogo, pero incapacidad para establecerlo con gente de teatro.)
Siguieron años difíciles: hice traducciones, guiones para película, fui relator de congreso, escribí obras de teatro infantil, acumulé deudas, pasé trabajos. Mientras tanto escribí seis obras de teatro que nadie quiso montar.
En 1962 escribí El atentado, mi última obra de teatro. Es diferente a las demás: por primera vez abordé un tema público y basé la trama en un incidente real, la muerte, ocurrida en 1928, de un presidente mexicano a manos de un católico. La mandé a un concurso en México y no pasó nada, la mandé a Cuba y ganó el premio de teatro de la Casa de las Américas en 1963. Durante quince años, en México, las autoridades no la prohibieron, pero recomendaban a los productores que no la montaran, 'porque trataba con poco respeto' a una figura histórica. Fue estrenada en 1975.
El atentado me dejó dos beneficios: me cerró las puertas del teatro y me abrió las de la novela. Al documentarme para escribir esta obra encontré un material que me hizo concebir la idea de escribir una novela sobre la última parte de la revolución mexicana basándome en una forma que fue común en esa época en México: las memorias de general revolucionario. (Muchos generales, al envejecer, escribían sus memorias para demostrar que ellos eran los únicos que habían tenido razón.) Esta novela, Los relámpagos de agosto, fue escrita en 1963, ganó el premio de novela Casa de las Américas en 1964, fue editada en México en 1965, ha sido traducida a siete idiomas y en la actualidad, diecisiete años después, se vende más que nunca.
El éxito de Los relámpagos ha sido más prolongado que estruendoso. No me permitió ganar dinerales pero cambió mi vida, porque me hizo comprender que el medio de comunicación adecuado para un hombre insociable como yo es la prosa narrativa: no tiene uno que convencer a actores ni a empresarios, se llega directo al lector, sin intermediarios, en silencio, por medio de hojas escritas que el otro lee cuando quiere, como quiere, de un tirón o en ratitos y si no quiere no las lee, sin ofender a nadie —en el comercio de los libros no hay nada comparable a los ronquidos en la noche de estreno.
A parte de Los relámpagos, he escrito cinco novelas y un libro de cuentos que, si quiere uno clasificarlos, se dividen fácilmente en dos tendencias: la pública, a la que pertenecen Los relámpagos de agosto (1964), Maten al león (1969) —la vida y muerte de un tirano hispanoamericano—, Las muertas (1977) —obra basada en acontecimientos famosos que ocurrieron en el interior de un burdel— y Los pasos de López —que está inspirada en los inicios de la guerra de independencia de México—. Los sucesos presentados en estas novelas son reales y conocidos, los personajes son imaginarios.
La otra tendencia es más íntima, generalmente humorística, a veces sexual. A ella pertenecen los cuentos de La ley de Herodes (1967), Estas ruinas que ves (Premio Internacional de Novela 'México', 1974) y Dos crímenes (1979).
En 1965 conocí a Joy Laville, una pintora inglesa radicada en México, nos hicimos amigos, después nos casamos y actualmente vivimos en París.
«Jorge Ibargüengoitia dice de sí mismo». A: Jorge Ibargüengoitia. Instrucciones para vivir en México. Joaquín Mortiz, 1997.
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