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Pocos géneros son más arduos que el de la literatura erótica que debe abrirse un mal definido camino entre lo fríamente clínico y lo meramente soez. La obra de Sade, por ejemplo, sin su contexto filosófico, es una tediosa lista de arduas combinaciones gimnásticas; las sucesivas Sombras de Grey no son más que una glosa de Sade mal leído por Corín Tellado. Una biblioteca de obras eróticas que sean también literatura no sería voluminosa: incluiría clásicos como los poemas de Abu Nuwas, la larga novela El Señor del gozo perfecto, de Xu Changling; La lozana andaluza, de Delicado, y Las relaciones peligrosas, de Laclos, algún escrito de Pieyre de Mandiargues y de Anäis Nin, alguna novela de Alan Gurganus y de Alan Hollinghurst, la obra completa de Alberto Ruy Sánchez y algunas pocas más. En literatura al menos, las relaciones eróticas no se circunscriben necesariamente a nuestra especie y ciertas obras admirables describen una relación más franciscana: Mi mujer mona, de John Collier, con una chimpancé; Mi perra Tulip, de J. R. Ackerley, con una cachorra; El rabino pagano, de Cynthia Ozick, con un árbol. Para el lector en castellano, a esa sensual y aristocrática lista debe agregarse ahora Oso, de Marian Engel.
ALBERTO MANGUEL. «Pasión animal y literaria». EL PAÍS-Babelia. 27|5|2015.
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