KIKO AMAT
Ni Joyce sabía de qué iba su ‘Ulises’
Babelia | El País
9|3|2018
“Hay muchas razones por las cuales la gente cree que hay libros que “deben” leerse”, afirma Mikita Brockman en Contra la lectura, “pero sospecho que (…) pueden resumirse en inseguridad intelectual, esnobismo, temores residuales de clase, egoísmo y una especie de folclore supersticioso arraigado en la tradición”. Ya ven que el concepto de “placer” está ausente del listado. El deseo voraz de leer un clásico “obligatorio” es tan raro como un antojo de escarola en plenos munchies. Uno acude a los clásicos canónicos por culpa y compromiso, sin esperanza de diversión, igual que a misa del gallo. Es una paradoja. A nadie se le ocurriría escuchar música pop para no pasarlo bien (exceptuando a los siniestros, de acuerdo). El arte, por norma general, no sirve ese fin.
Y sin embargo, aquí tienen a Ulises, la segunda novela de James Joyce. Un libro que solo puede leerse sufriendo. Y déjenme decirles, amigos míos, que (invirtiendo la máxima churchilliana) nunca tantos sufrieron tanto por tan poco.
James Joyce nació en Dublín en 1882. Sobrevolaremos raudos su biografía porque, al contrario que Herman Melville, el autor tuvo la nariz metida en libracos durante toda su vida. Solo levantó la cabeza de sus polvorientos tomos para casarse, ponerse pedo e insultar a los nacionalistas irlandeses (y luego huir del país). Sí: Joyce es el perfecto escritor para críticos. A los intelectuales de la cultura oficial les encanta dejar caer nombres como Jack London o Mark Twain, pero en realidad sienten un molesto hormigueo al pensar en el talante proletario y buscavidas de aquellos hombres de acción (y sus novelas, tan populares y divertidas).
Joyce, por el contrario, solo estudió y escribió. Era un purasangre académico, con un currículum más lineal que el de Harold, mi erizo casero (nacido en cautividad). La mayoría de cronistas le pintan como el repelente levanta-dedos de la clase, gafudo y empollón. De los jesuitas fue a la universidad y de ahí a dar clases y soltar filípicas. Ni azada, ni revólver ni inmunda escobilla de váter ensuciaron sus delicadas manos [1]. Nuestro amigo, cada vez más hogareño, bibliólatra y temeroso (de los perros, las tormentas, los caballos y tal vez incluso su ropa interior), se mudó de ciudad europea a ciudad europea, conociendo solo a los fulanos más funestos de cada destino (Ezra Amo a Hitler Pound, WB Odio a la clase obrera Yeats, el envarado Wyndham Lewis…) y, suponemos, encargando comida a domicilio para no mezclarse con la plebe. A lo largo de su vida estallaron dos guerras mundiales, pero a JJ le pillaron fuera, y saltaba el contestador (de la Gran Guerra solo comentó: “Ah, sí, he oído decir que hay una guerra por ahí”). JJ murió en 1941 en Zúrich, ciudad neutral (cómo no), de una peritonitis. Su fantasma, sin embargo, sigue atormentándonos gracias a los críticos literarios, que lo sacan a relucir cada vez que de un texto no se entiende un pijo.
Ese, por supuesto, es su principal problema (o atributo, si ustedes son críticos-con-pipa). Sí: Ulises es un galimatías, simple y llanamente. Leerlo me recordó a la cascada de sinsentidos que escupían por la calle los locos de mi pueblo: lo que los manuales de psiquiatría definen como “ideación delirante y clínica alucinatoria no coherente”. No: la coherencia o la inteligibilidad no eran su fuerte. Y asimismo hay técnica en su locura. Podríamos decir, de hecho, que esta novela es solo técnica. Mikita Brockman dijo de Finnegans Wake que “el estilo está estructurado de manera deliberada para llamar la atención sobre sí mismo”, y lo mismo puede aplicarse a Ulises. Estilo en estado puro, y a la historia que la zurzan. Después de todo solo el vulgo se interesa por cosas mundanas como sentimiento y trama.
A lo largo de 717 páginas el autor se sirve de lo que él llamaba “palabra interior” [2], así como citas, referencias clásicas, intertextualidad, parodias y sátiras (de obras ignotas), crítica literaria, el callejero de Dublín (edición siglo XIX), palabros, latinajos, jerga, exclamaciones HM (Histeria Manuscrita), palabras soeces [3] y un sinfín de figuras retóricas para construir una historia que nadie entiende. “Vivan las cosas que no hay que explicar”, cantaron aquellos, y Ulises no era una de ellas. Esta novela es como un museo de expresionismo abstracto: necesitas al guía susurrando en tu oreja todo el rato, de otro modo solo ves lienzos con vomitonas. La “palabra interior” de JJ no incluye pistas sobre las conexiones, citas o personajes que aparecen de la nada para esfumarse de igual modo, como hermanos gemelos malvados en una telenovela venezolana. El lector se halla, página tras página, con el proverbial culo al viento. Sin asideros ni faros antiniebla. Perdido, siempre perdido. Y con una jaqueca atroz.
Solo existe una forma de entender qué farfulla Joyce en Ulises, y es hincando los codos cual estudiante de medicina (¡oh, no!). El escritor recomendaba familiarizarse con La Odisea antes de atreverse con su novela, y otros críticos sugerían leer obras previas del autor como Dublineses y Retrato de un artista adolescente. Tampoco está de más, según he podido comprobar, empaparse de historia de Irlanda desde la guerra de las Galias, tener a mano un diccionario de slang antañón, un Latín-Francés-Español robusto y, a ser posible, un submarino microscópico con máquina del tiempo para viajar a 1921, al interior de la mente del autor, y así estar seguros de que no se nos escapa nada. José María Valverde, quien tradujo y anotó la edición de Lumen, llama a todo esto “apoyatura informativa”, y se apunta a la fiesta con un extenso semblante biográfico del autor, así como 25 páginas de explicación por capítulos. Nada de esto suena muy invitante. Si Joey Ramone llega a exigir que su público tuviese “apoyatura informativa” estaría aún muerto de asco en un sótano de Queens. Joyce, lejos de avergonzarse por sus demandas, se jactaba de que había escrito aquella cosa “para tener ocupados a los críticos 300 años”, y reclamaba, como un niño adicto a la atención, que el lector dedicara “una vida entera” a leer sus obras.
En todo esto no les he hablado del argumento de Ulises porque, ya lo habrán intuido, es irrelevante “como televisor en luna de miel”, que decían en Un cadáver a los postres. La novela narra un día en la vida de tres personas. Leopold Bloom es lo que Joyce imaginaba que debía ser un hombre común, pues es lícito sospechar que jamás había hablado con uno. John Carey habla por ello de la perversa “duplicidad” de Ulises: un retrato supuestamente fiel del “hombre de la calle” hecho ininteligible para ese mismo hombre (o todo para el pueblo pero sin el pueblo). Por añadidura, Joyce se mofa de Bloom: critica su plebeyo gusto lector, sus aficiones de patán. Como el pijo que lleva al Up & Down a su primo pobre de pueblo, Joyce le invita a la novela para mirarle por encima del hombro y reírse de sus J’Hayber.
Los otros dos personajes son Molly, esposa de Bloom, y el joven Stephen Dedalus (estudiante pedantuelo e insufrible, dado a declamar sin provocación previa [4]). Los tres hablan, comen, piensan y “flanean”, de un amanecer al siguiente. Ya está. No combaten contra mortífagos ni amaestran dragones, ni siquiera pequeñitos. Si a ustedes no les salen las cuentas (24 horas-717 páginas) no se preocupen, porque, como ya les he dicho, no se trata de eso. Jamás sabremos si hubo una historia ahí, debajo de las capas de erudición celulítica, pues no sobrevivió al Tratamiento Joyce: un pesticida de culteranismo y rimbombancia que mataba todo gozo y todo impulso.
Se lo ilustraré con un símil moderno: imaginen que Matt Groening decide lanzar Futurama, pero con comentario obligatorio para cada referencia cultural o histórica. Además, al empezar a grabar se vuelve loco y empieza a sonar como un cineasta estonio de arte y ensayo. Gangoso. Aquejado de una rara modalidad de glosolalia que consiste en hablar lenguas desconocidas en pentámetro yámbico. Y pongamos que Groening, ahora cineasta estonio tartamudo (acabo de decidir que lo era, además de gangoso), se cansa de comentar la serie, y sin previo aviso, a mitad de capítulo, empieza a leer el listín telefónico de Tallin, el Manual Completo de Mitos Griegos y la Biblia. Y a ratos, una lista exhaustiva de sus compañeros de estudios desde P3. Y los nombres de los padres, del claustro escolar de cada curso y de toda la AMPA. Y un nutrido bloque de bromas privadas que solo puede comprender un antiguo compañero de piso llamado, pongamos, Heino Ivanov. Fallecido. Y pongamos también que de repente Groening Cineasta Estonio Afónico (una corriente de aire traicionera había sumado afonía a la gangosez y el tartamudeo) se aburre del capítulo real, y lo apaga, dejando solo su comentario en crudo. Y el comentario se extiende durante horas, y horas, y horas, mucho más allá de los treinta minutos de metraje original, hasta tal punto que la historia nuclear desaparece por completo, y solo queda el autor, hablando para sí mismo, sin ninguna ambición de comunicar o emocionar o divertir. Solo él, allí, dando la chapa y dándose aires.
Pues bien, eso es Ulises. Pónganlo en su pipa y fúmenselo, si les van esas cosas.
Lo verdaderamente malévolo de Ulises es que es un libro inmunizado contra esa lectura en diagonal que de tantos bretes decimonónicos nos ha sacado. No hay forma de saltar las partes aburridas o sobreras o folletinescas o experimentales, pues todas lo son, a veces durante capítulos enteros. El capítulo 3, un simple paseíto de Stephen Dedalus por la playa de Sandycove, es la excusa perfecta para que Joyce nos endilgue veinte páginas de patatús lírico y “palabra interior”. De este jaez:
“Ineluctable modalidad de lo visible: por lo menos eso, si no más, pensado a través de mis ojos. Las signaturas de todas las cosas estoy aquí para leer; huevas y fucos marinos, la marea que se acerca, esa bota herrumbrosa. Verdemoco, platazul, herrumbre: signos coloreados. Límites de lo diáfano. Pero añade él: en los cuerpos. Entonces, se daba cuenta de ellos, de los cuerpos, antes que ellos coloreados. ¿Cómo? Golpeando con ellos la mollera, claro. Despacito. Calvo era y millonario, maestro di color che sanno. Límite de lo diáfano en. ¿Por qué en? Diáfano, adiáfano. Si se pueden meter los cinco dedos a través suyo, es una verja; si no, una puerta. Cierra los ojos y ve”.
Les escucho carcajearse. Alguno en las últimas filas incluso ha cantado lo de Despacito en modo reguetón. Es una reacción común, no se inquieten. Quiero que comprendan que si este fragmento resulta hilarante no es porque esté sacado de contexto. Todo el libro suena así. O peor. El propio JM Valverde, con palpable desánimo, recomienda saltarse entero el capítulo 9 (una disquisición de Dedalus sobre todas las obras de Shakespeare que les acercará al concepto de eternidad) y, con la boca pequeña, añade que el capítulo 14 —escrito en forma de parodia encadenada de todos los estilos de literatura inglesa— “no deja de tener algún interés” para el lector hispano. Algún. Santo cielo, gracias por los ánimos, JM. ¿Cómo se supone que tenemos que llevar nosotros a buen puerto la lectura de este artefacto, si su fan #1 y máximo valedor casi nos está confesando que está hasta el moño de él?
Pero hay más. En el capítulo 12 entra un narrador sin nombre que luego se larga sin haberse presentado. El 17 está escrito en forma de catecismo (Joyce, sin ironía alguna, lo definió como “una sublimación matemático-astronómico-físico-mecánico-geométrico-química de Bloom y Stephen”). El 10 son diecinueve descripciones de personajes menores paseando por Dublín, sin razón aparente. Y el 18, el definitivo Fuck You al lector, es un monólogo interior sin puntuación. De cuarenta y cinco páginas.
No parece que quede mucho más que añadir. Lean Ulises si lo desean, pero sepan que en cada página encontrarán párrafos como el que sigue (les invito a leerlo en voz alta para sus amigos):
“Sus labios labiaron y boquearon labios de aire sin carne: boca para el vientre de ella. Entre, omnienventrador antro. Su boca molde moldeó aliento que salía, inverbalizado: uuiijáh: rugido de planetas cataráticos, globados, incandescentes, rugiendo allávaallávaallávaalláva. Papel”.
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[1] En 1904, por eso, se presentó a un concurso de canto y ganó el tercer premio. Abandonó el escenario en plena rabieta, pues estaba en desacuerdo con algunas reglas del premio.
[2] Tuvo que inventarse un neologismo pedante para no utilizar “corriente de conciencia” o “monólogo interior”, que eran los términos aceptados.
[3] Sí: hay salacidad a destajo en Ulises. Vaginas, onanismo, ventosidades. Pero ustedes no disfrutarán nada de esto, porque está sepultado entre párrafos de jerigonza inexpugnable.
[4] Posiblemente autobiográfico.
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