NORA CATELLI
«Dorothea Brooke: la tumba que nadie visita»
A: Heroínas de ficción / Ana María Moix ... [et al.] ; edició i epíleg de Mónica Monteys. Ediciones del Bronce, 1999. P. 59-76.
Dorothea Brooke se consume en el fuego de la lectura. Arde y vuela en la llama de la pasión del saber en la primera parte de Middlemarch y se extingue, lenta pero inapelablemente, en la segunda. Es una jovencita que frecuenta textos piadosos (desde San Agustín y Bossuet a florilegios de edificación femenina protestante, sermonarios y biografías de hombres eminentes asistidos por hijas analfabetas y devotas, como Milton). Después, en su primer matrimonio, quiere revisar los originales y fichas eruditas de su esposo. Por último, es una enamorada sumisa que sostiene los escritos periodísticos y políticos de su segundo marido.
No es la única lectora en Middlemarch: Un estudio de la vida en provincias, publicada durante 1871 y ambientada en la década de 1830. Rosamund Vincy se deleita en novelas francesas y en Byron; Mary Garth, que encarna la nueva piedad metodista (la piedad de clase media que surgió con el siglo), cita frases y se compara con personajes de Shakespeare, Walter Scott y George Sand.
Resuena en Dorothea —y en Rosamond, que ve a su marido Fred Lydgate como el tipo de hombre «al que sería delicioso esclavizar»— el dictum de Jacques Lacan: la histérica busca un amo sobre el cual reinar. Dorothea no sólo busca un amo, sino que consigue dos: dos maridos. El primero es Isaac Casaubon, un clérigo a la usanza del siglo XVIII que lucha por escribir una obra en defensa del legado bíblico ante el embate de la nueva ciencia filológica alemana: la cuestión de la autoría y origen de los escritos mosaicos constituía un debate apasionado a principios del siglo XIX. Dorothea se somete a ese amo patético; más tarde lo fulmina. El segundo es Will Ladislaw, el hombre nuevo, el emblema de las revolucionarias condiciones capitalistas del período, un dilettante, un transversal, alguien que se mueve de arriba abajo por todas las capas de la sociedad aún estamental de la época, que las atraviesa, que no basa su identidad en la relación con el linaje ni con la tierra. Ladislaw es el motor dinámico de las fuerzas sociales en pugna, es etéreo e inaprensible, irritante, simpático y aparentemente poco fiable. Él la somete a ella, volviéndola esposa y madre: la genitaliza, como se hubiese dicho en la época del psicoanálisis normativo.
Dorothea lleva siempre una existencia vicaria, aunque exaltada y extensa: de las casi mil páginas de Middlemarch unas cuatrocientas están dedicadas a describir su peripecia de lectora —esposa, viuda rica y al final otra vez esposa— y el destino de sus pasiones equivocadas. Dorothea ofrece sus lecturas como instrumentos (para mejorar las condiciones de vida de los arrendatarios de su tío y de sus amigos; para alternar socialmente, para su marido) y acaba por convertir la devota ofrenda en el ejercicio individual —aunque muy pronto sojuzgado— de una especie de protocrítica de la cultura.
Como otras mujeres de George Eliot, de Charlotte Brontë o de Elizabeth Gaskell, ella muestra que las actividades ligadas a la lectura —elaborar juicios religiosos o seculares, comparar y establecer analogías entre modelos librescos y la propia vida, justificar apetencias estéticas y encarnar ambiciones sociales propias o delegadas— constituyen el sustrato de su identidad y de su papel en la ficción. Comparte la pasión por adquirir y dominar las artes de la lectura con las grandes adúlteras literarias del siglo. Pero, al revés de éstas, muestra, como las protagonistas de Jane Eyre, Shirley, Villette o Mary Barton, que en ellas no es crucial el adulterio, núcleo fundamental de la ficción del siglo. No lo es ni como asunto ni como problema moral o social. Se sienten sus resonancias, anuncios, efectos o consecuencias. Pero el proceso del adulterio —tal como lo desarrolla Flaubert y lo cristaliza Tolstoi— no está en Eliot, ni en Charlotte Brontë, ni en Elizabeth Gaskell.
[...] En Middlemarch, Dorothea se define por la lectura y al hacerlo define su posición genérica y su destino. Quizá sea una precisión en exceso específica y, por tanto, desequilibrada en relación con el conjunto: la lectura es apenas una hebra en el tapiz enorme que tejió Eliot. ¿Es legítimo tratar de abarcar el tapiz recorriendo únicamente esa hebra, dejando de lado más de la mitad de la obra y, al menos, tres cuartas partes de sus registros y ámbitos? Parece exageradamente mínimo, cuando se considera que Middlemarch es uno de los grandes mundos narrativos del siglo XIX: una unidad espacial y temporal que multiplica la posibilidad de cruce de personajes y acciones, que tiene al menos dos protagonistas y varias líneas narrativas, estratos sociales y hablas registradas.
Aunque delgada o mínima la hebra, sin embargo no todo es arbitrario en mi elección. Como si la refrendase la misma George Eliot, su breve Preludio a Middlemarch no se refiere a la totalidad de la novela, ni a la perspectiva múltiple que compone la obra. Al contrario, Eliot adopta allí también la perspectiva de una lectora parcial, interesada y hasta sectaria: significativamente, el Preludio es una reflexión sobre uno solo de los personajes de Middlemarch. Sólo uno: Dorothea Brooke. No es tampoco una reflexión sobre su papel en relación con la obra, sino que habla de la trayectoria de una fuerza que para Eliot se mueve, en la época en que transcurre su novela, sin dirección ni meta conocida: el deseo femenino, entendido aquí, históricamente, como voluntad de dominio, como aspiración a la libertad individual en el sentido novísimo del período. No deseo amoroso; nada más lejos del deseo amoroso que la fuerza que Eliot describe en el Preludio.
Frente a las opiniones críticas actuales acerca del imaginario del deseo femenino, este Preludio constituye un enigmático desvío. Se trata de una pieza sorprendente y de alcances ambiciosos, que desarrolla una aproximación histórica al sujeto femenino a partir de su posición ante la lectura y ante los libros.
[…] El campo de relaciones definidas por la lectura en la primera parte se torna, en la segunda, un elemento más en el diseño del fracaso de la pugna de Dorothea. El amo sobre el cual reinaba, Casaubon, muere a causa de sus dotes de lectora. Y entonces se abre paso, insidiosa, una instancia nueva, en la que el campo de la lectura respecto del cual ella se define se ve confrontado con un personaje históricamente más fuerte, más definido y con un papel más claro en las condiciones sociales de la era: el de Ladislaw, hombre transversal de la modernidad, lector de la extensión ilimitada de los libros y actor de la extensión ilimitada del periodismo, la política y la acción individual.
Si en Dorothea se cruzan el antiguo modelo intensivo de lectura con el inédito y extensivo del consumo variado de títulos y libros —y de este cruce viene tanto su energía inicial como su debilidad posterior— en el sobrino de Casaubon no quedan ni restos del modelo intensivo: Ladislaw quema cada etapa de su vida y emprende la siguiente sin sentir lealtad por ninguna verdad revelada.
El hecho de que Dorothea se inmole en el altar de la modernidad que Ladislaw encarna no es el menor de los aciertos de Eliot. No es tampoco la menor de sus crueldades clausurar Middlemarch con la misma modulación con que la empezó. Si en el Preludio Dorothea era émula de Santa Teresa, aunque solo llegase —hija del siglo XIX— a «fundadora de nada», en las líneas finales de la novela ella se ha convertido ya, tan sólo, en ejemplo enaltecedor de aquellas que llevaron «una vida escondida y ahora descansan en tumbas que nadie visita». El fuego de la pasión fundadora se ha reducido a resto anónimo en lápida cuya inscripción nadie se detiene a leer.
Bé, ni que només sigui perquè uns quants (pocs) sonats haguem visitat la tomba de la Dorothea Brooke, la cosa ja ha valgut la pena.
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