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BERTA VIAS MAHOU
El arte del desapego
El Cultural
17|2|2020
Algunas noches me cuesta conciliar el sueño pensando qué será de mi biblioteca cuando yo no esté. Con tantos autores a los que, como dijo Diderot de Shakespeare comparándolo con un coloso gótico que hubo en la catedral de Notre Dame, los de hoy en día, si tuviéramos que pasar entre sus piernas, ni con la coronilla llegaríamos a rozar sus testículos. Muchos de los libros están en alemán, en inglés o en francés. Tengo demasiados, por más que con los años haya aprendido a mantenerlos a raya. Por suerte o por desgracia, no me ha dado por coleccionar primeras ediciones ni tiradas de lujo. Tampoco me envían novedades desde las editoriales para que las reseñe en algún periódico o en un blog. Pero me preocupan. Sé que algunos escritores actuales han querido donar ya en vida sus colecciones y que nadie las ha aceptado. Cada vez hay más lectores con este problema. Las bibliotecas públicas, en especial las de las grandes ciudades, no pueden hacer frente a nuestras demandas. Y, para colmo, yo no tengo hijos. ¿Qué hacer? Los miércoles voy a una tertulia de literatura en alemán. La profesora, que tampoco tiene hijos y ha cumplido ya los 83, nos propuso hace algún tiempo que eligiéramos de entre sus incontables volúmenes los que más nos interesaban. Desde entonces cada semana nos va dando algunos. Otros, en las baldas de sus estanterías, llevan una etiqueta con nuestro nombre. Es una especie de plan de pensiones. Los de mi tía abuela Clara Stauffer nos los repartimos una prima mía y yo cuando murió. Hace casi cuarenta años. Los que estaban en alemán, para mí. En francés, para ella. En inglés, a cara o cruz. Si no queremos dividir nuestras bibliotecas en lotes, tal vez podamos buscar –entre nuestros conocidos o a través de las llamadas redes sociales o incluso desde estas páginas– a una persona que esté dispuesta a quedarse con ellas el día de mañana. O al menos con aquellos ejemplares valiosos, bellos e inencontrables que no se deberían perder. Poniendo un anuncio por palabras, en el que ofrezcamos hacernos cargo de los portes. No tendremos la suerte de Diderot, a quien Catalina II de Rusia compró la suya, permitiéndole disfrutar de ella hasta el día de su muerte.
Tampoco aspiro a que mi nombre figure en unos anaqueles como donante. De modo que quizá no me quede otro remedio que hacer de tripas corazón y quemar mis libros cuando la vista ya no me alcance para leerlos. O irlos tirando poco a poco en algún contenedor para reciclado de papel. O dejarlos en un banco de un jardín público para que alguien los coja. Porque tal vez no haya solución. Tal vez la única solución esté en no apegarse tanto a lo material. Ni siquiera cuando el tesoro tiene tanto de espiritual como esas montañas de papel con propiedades mágicas que hacen que nuestra soledad se llene de voces sin producir el más mínimo ruido. Me temo que esta noche tampoco voy a pegar ojo. O sí. En lugar de en mis libros, pensaré en lo que dijo Bruce Lee en una entrevista poco antes de morir: Sé como el agua. Sigue fluyendo….
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