La vida es una cosa seria, muy a menudo trágica, algunas veces cómica. Los griegos de la época clásica se daban perfecta cuenta de ello y cultivaban el sentido trágico de la vida. Los romanos, más prácticos en general, no hacían de la vida una tragedia, pero la consideraban una cosa seria: por consiguiente, de entre las cualidades humanas apreciaban muy particularmente la gravitas y tenían en poca consideración la levitas.
No resulta difícil entender ni definir qué es lo trágico, y si a un individuo cualquiera se le ocurre aparecer como una figura trágica no le va a ser difícil conseguirlo, si es que la Madre Naturaleza no le ha socorrido ya en su empeño. La seriedad es también una cualidad relativamente fácil de entender, de definir y, en cierto modo, de practicar. En cambio, lo que sí es difícil de definir, y no a todo el mundo le es dado percibir y apreciar, es lo cómico. El humorismo, que consiste en la capacidad de entender, apreciar y expresar lo cómico, es un don más bien escaso entre los seres humanos.
Entendámosnos: el humorismo chabacano, facilón, vulgar, prefabricado (=chiste) está al alcance de muchos, pero no se trata de auténtico humorismo. Es una deformación del humorismo. El término humorismo deriva del término humor y se refiere a una sutil y feliz disposición mental sólidamente basada en un fundamento de equilibrio psicológico y de bienestar fisiológico. Muchísimos escritores, filósofos, epistemólogos y lingüistas han intentado repetidas veces definir y explicar qué es el humorismo. Pero dar una definición del humorismo es una cosa difícil, por no decir imposible. Tanto es así que si una situación humorística no es percibida como tal por el interlocutor es prácticamente inútil, y hasta contraproducente, intentar explicársela.
El humorismo es, claramente, la capacidad inteligente y sutil de poner de relieve y destacar el aspecto cómico de la realidad. Pero es también mucho más que eso. En primer lugar, tal como escribieron Devoto y Oli, el humorismo no debe suponer una posición hostil, sino más bien una profunda y a menudo indulgente simpatía humana. Además, el humorismo implica la percepción instintiva del momento y del lugar en que puede ser expresado. Hacer humorismo sobre la precariedad de la vida humana cuando uno está junto a la cabecera de un moribundo no es humorismo. En cambio, cuando aquel gentilhombre francés, que subía las escaleras que lo conducían a la guillotina, tropezó con uno de los escalones y dirigiéndose a los guardianes exclamó: «Dicen que tropezar trae mala suerte», aquel hombre bien merecía que se le perdonara la cabeza.
El humorismo está tan íntimamente unido a la elección cuidadosa y específica de la expresión verbal con que se manifiesta que difícilmente se consigue traducirlo de una lengua a otra. Lo cual significa, además, que está tan imbuido de las características de la cultura en que se manifiesta, que muchas veces resulta totalmente incomprensible si se traslada a un ambiente cultural diferente.
El humorismo es distinto de la ironía. Cuando uno es irónico se ríe de los demás. Cuando uno hace humorismo se ríe con los demás. La ironía genera tensiones y conflictos. El humorismo, cuando es utilizado en la medida justa y en el momento oportuno (y si no se utiliza en la medida justa ni en el momento oportuno no se trata de humorismo), es el mejor remedio para disipar tensiones, resolver situaciones que podrían resultar penosas y facilitar el trato y las relaciones humanas.
Tengo la profunda convicción de que siempre que se presente la ocasión de practicar el humorismo es un deber social impedir que tal ocasión se pierda. De esta consideración trivial nacieron los dos ensayos que se ofrecen a continuación. Originariamente fueron publicados hace unos años (en 1973 y en 1976, respectivamente) en lengua inglesa y en edición limitada, reservada únicamente a los amigos. Sin embargo, ambos ensayos tuvieron un éxito inesperado y, mientras algunas personas intentaron conseguir una copia por medio de amigos o conocidos, otras más emprendedoras hicieron copias xerográficas, e incluso manuscritas, que circularon de un modo más o menos clandestino. El fenómeno alcanzó tales proporciones que la editorial Il Mulino y el que suscribe decidieron finalmente realizar una edición oficial y pública, que es la que ahora se presenta, no sin haber efectuado antes revisiones sustanciales respecto de la primera edición semiclandestina.
Con ocasión de esta edición oficial me siento obligado a hacer dos precisiones. En el ensayo sobre la pimienta, al lector no le resultará difícil captar algunos matices irónicos. Pero espero que se me conceda que se trata de una ironía bonachona y pacífica, que no está muy distante —al menos eso espero— del humorismo.
En cuanto al ensayo sobre la estupidez humana, no se trata ni más ni menos que de algo que los eruditos del siglo XVIII habrían denominado «una aguda invención». De hecho, el ensayo no guarda ninguna relación con mi vida personal. Pecaría gravemente de ingratitud contra las circunstancias que hasta ahora han presidido el curso de mi vida si no confesara que he sido, en cuanto se refiere a mis relaciones humanas, un ser extraordinariamente afortunado, en el sentido de que la inmensa mayoría de personas con las que he entablado relación han sido por regla general personas generosas, buenas e inteligentes. Espero que al leer estas páginas no acaben convenciéndose de que el estúpido soy yo.
Carlo M. Cipolla. «Sólo para empezar» A: Allegro ma non troppo. Traducció de Maria Pons. 9a impressió. Crítica, 2019.
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