dimarts, 5 de setembre del 2023

llegir d'incògnit


SERGIO C. FANJUL
Entregados a lecturas inconfesables
El País
10|8|2023


Leer es, por lo general, lo que hacemos cuando no hay nada mejor que hacer. Por eso la gente, no hace tanto, leía en el metro, en la cama o en la sala de espera del dentista. Ahora la cosa es más complicada, porque siempre hay algo mejor que hacer. O sea, mirar el móvil. De modo que, encontrar el momento para la lectura tiene su enjundia. En verano, sin embargo, la gente sigue leyendo, porque sería una indecencia pasarse las vacaciones haciendo lo mismo que uno hace la parte restante y sobrante del año. O sea, mirar el móvil. La vida se convertiría en un continuo siniestro y amorfo de tuits, stories y vicios como el periodismo y el porno. Pero ahí entra, salvífica, la literatura.

Hace unos años, justo antes de comenzar aquel viaje a Cuba, perdí mi smartphone en un bar de copas del madrileño barrio de Lavapiés, así que tuve que embarcarme sin teléfono. Si estuve en la isla unos 20 días, pude leer unos 13 libros (en formato electrónico, claro), y eso que durante esas semanas no dejé de visitar los cayos, de hablar con cubanos de eso que se hyabla siempre en Cuba, de comer frijoles y de coger almendrones para ir de un sitio a otro. Fue la magia lectora que sucede cuando intersecan el tiempo libre y la ausencia de distracciones digitales. Por cierto, para no verme imbuido de la propaganda del Régimen, dejarme barba y echarme a la sierra Maestra, utilicé algunas lecturas antagónicas y delirantes a modo de antídoto: Memoria del comunismo, de Federico Jiménez Losantos, y España vertebrada, el libro entrevista en el que Fernando Sánchez Dragó, recientemente fallecido, a la vez apadrina y vacila a un dócil Santiago Abascal.

El verano es el momento en el que uno puede leer esos libros que nunca leería el resto del año, como si las vacaciones significasen un tiempo de vida extra, un sidecar existencial en el que pudiésemos ser lo que no somos en la realidad cotidiana, disfrazarnos de otro lector, asomarnos a otros mundos (ya sea la ultraderecha o la fantasía medieval) y leer de incógnito.

Quizás en septiembre lo contemos en la oficina, pero también es posible que nunca lo hagamos, porque lo que se lee en verano se queda en el verano, como lo que sucede en Las Vegas, que ídem.

"Los lectores demandan libros que sean entretenidos; más ligeros si van a viajar mucho, más gruesos si se van a la playa", explica la legendaria librera madrileña Lola Larrumbe, de la librería madrileña Rafael Alberti, "escritores solventes, pero muchas veces prefieren que no sean demasiado densos: es verano y no estamos para que nos cuenten las penas. Hay otros que se agarran a los clásicos".

Así, la canícula es propicia para emprender grandes obras, ya sea por su tamaño, dificultad o estatus, que no es razonable abordar en días laborables. Por ejemplo, un clásico pendiente de esos que da vergüenza no haber leído, pero para el que nunca hay oportunidad en el cotidiano fluir de las novedades ineludibles, los libros del año y los fenómenos editoriales. A veces pasearse por el camping mirando los libros vecinos es como darse un paseo por lo mejor de la cultura grecolatina, sobre todo ahora que está de moda el estoicismo, sin obviar algunos chispazos de modernismo anglosajón. James Joyce en chanclas, Marco Aurelio para criptobros. Abundan las expectativas elevadas y las obras de Nietzsche, en edición baratera, tristes y abandonadas junto a esa bola de papel albal arrugado que una vez contuvo un bocata.

También se puede abordar ese tochazo que siempre da pereza, pero que podemos ir amortizando poco a poco entre chapuzón, paella y ataque de medusa; a poder ser uno en el que el estilo no sea demasiado exigente (y sea, pues, compatible con la mirada entrecerrada por el sol y el sopor del Tour de Francia) y en el que la trama (una novela histórica, una historia de espías, un romance sobrecalentado) sea sencilla y a la vez trepidante, tanto que a veces den ganas de bajar a la hamaca solo para iniciar un nuevo capítulo, ajeno a los alaridos de los niños que corretean por el borde de la piscina. Curiosamente, según la organización estadounidense Wordsrated, el grosor de los superventas publicados en EEUU entre 2011 y 2021 cayó de media 51,5 páginas (de 437,5 a 386). Un encogimiento libresco del 11,8%. Es el increible caso del best-seller menguante.

Una cosa extraña y hermosa de los libros vacacionales es el accelerado deterioro físico que sufren, como si fueran presidentes del Gobierno, los pobres obligados a trasladarse en diferentes maletas, mochilas y bolsos, siempre atravesados y requemados por el sol, azorados por el salitre y la crema solar, el agua y el constante manoseo.

Son como el retrato de Dorian Grey: se vuelven cada vez más viejos y decrépitos para que, a cambio, uno sea a cada página una persona mejor y más leída. Dependiendo, claro está, de si uno lee algo edificante o, por el contrario, se pierde en esas lecturas culpables que no revelará nunca, ni bajo la más cruel tortura. Lo que se lee en el verano, se queda en el verano.


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