ÁNGELES CASO
El extraño caso de las hermanas Brontë
La Vanguardia
13|9|2015
En lo más alto del pueblo de Haworth, al norte de Inglaterra, entre el cementerio y el paisaje rocoso de los páramos, se levanta una casa de ladrillo oscuro con dos hileras de ventanas blancas. Una vivienda firme y sobria, construida a finales del siglo XVIII para ser el hogar de los pastores anglicanos del lugar. Entre 1820 y 1855, en ese edificio discreto ocurrió un hecho excepcional: allí vivieron y crearon sus obras, escondidas del mundo, tres mujeres geniales, las hermanas Brontë, Charlotte, Emily y Anne.
Nadie de su entorno lo sospechó. Las Brontë eran raras, desde luego. Tres solteronas, como sin duda las llamarían entonces, a las que muchos recordaban de pequeñas, criándose de una manera un tanto salvaje en compañía de su hermano Branwell. Las hijas del reverendo Patrick Brontë –un irlandés de origen campesino que se había doctorado en Cambridge gracias a una beca– estaban bien educadas y eran corteses y decentes, pero desde niñas tenían costumbres extrañas. Quizá fuera porque habían perdido muy pronto a su madre y, casi de inmediato, a sus dos hermanas mayores, arrasadas por la tuberculosis. El caso es que, como cachorritos sin dueño, solían pasear solas por los páramos, bajo el sol o bajo la nieve, y algunos afirmaban haberlas visto declamando poemas en lo alto de una roca. Aunque lo más raro de todo era lo que hacían dentro de la casa, donde las crías se pasaban el tiempo leyendo y escribiendo.
Leían cualquier cosa: los poemas de Byron o las novelas de Walter Scott, los clásicos, y también sesudas revistas de literatura y hasta los diarios de Londres, con aquellos complejos asuntos políticos tan poco adecuados para unas muchachas y sobre los que luego ellas se atrevían a expresar sus propias opiniones. Y, para colmo, desde muy pequeñas, escribían sin cesar, quién sabía qué, tal vez poemas e historias semejantes a las que leían en los libros, cosas de guerreros y doncellas seducidas y sangrientas batallas. Cosas que podía permitirse Branwell, el varón, pero no unas jovencitas que debían dar ejemplo tan sólo de piedad y virtudes domésticas.
Branwell tenía talento e inteligencia. Todo el mundo sabía que estaba destinado a hacer una gran carrera. Dirigido por su propio padre, era un buen estudiante y poseía grandes dotes para la música y la pintura. Seguramente terminaría por marcharse a Londres y convertirse en alguien importante, un pintor famoso, un escritor reconocido, un político de peso.
Pero el destino de las chicas era otra cosa. Las hijas de un pastor tan sólo podían hacer dos cosas en la vida: casarse o, de no lograrlo, dedicarse a la enseñanza de niñas. Una mujer de su clase no podía permitirse ningún trabajo de tipo manual o que la obligase a estar en contacto con el público, exponiendo su honra. En cuanto a las profesiones de prestigio, las que implicaban conocimientos profundos y gran inteligencia y que conllevaban buenas ganancias y renombre, ese era territorio exclusivo de los hombres, absolutamente vedado al género femenino: una mujer no podía ser médica, ni abogada, ni juez, ni política, ni catedrática, ni ingeniera, ni nada que se le pareciese. Ni siquiera podía acceder a la universidad, aunque sólo fuera por placer.
Una joven de una familia decente sólo debía prepararse para cumplir con el gran cometido de la vida, ser buena esposa y madre. Pero casarse no era un asunto tan fácil: hacía falta poseer una dote aceptable, o belleza, o al menos un carácter sumiso. Las hermanas Brontë no cumplían ninguno de esos requisitos. Su padre no tenía ni un centavo, salvo su exiguo sueldo de párroco de la Iglesia anglicana. La belleza se había olvidado de detenerse sobre la casa rectoral de Haworth y dejar caer allí un poco de su preciado polvo dorado. Y el carácter de las muchachas, con su tendencia a querer saber de todo y a mantener sus opiniones en voz alta, no parecía hacer de ellas las mejores compañeras para un hombre de bien.
A medida que crecían, estaba cada vez más claro que iban a tener que dedicarse a la enseñanza. Al menos, Charlotte y Anne. Emily era demasiado huraña, demasiado sensible, y enfermaba gravemente siempre que se alejaba de casa y debía relacionarse con extraños. Se decidió que se quedase en Haworth, ocupándose junto a una sirvienta de las tareas domésticas y cuidando del padre. Ella convirtió ese espacio en un refugio en el que podía desarrollar al margen de cualquier mirada ajena lo mejor de sí misma: sus interpretaciones al piano, su extraordinaria poesía y, también, el aprendizaje del francés y el alemán, que estudiaba en la cocina, mientras pelaba patatas y horneaba el pan.
Charlotte y Anne, en cambio, se vieron obligadas a alejarse de aquel hogar que tanto amaban para trabajar como profesoras en internados o como institutrices de los hijos de familias ricas, sintiéndose frustradas y humilladas: tenían la sensación de estar malgastando sus vidas. Lo peor era el trato de sus empleadores, gentes mucho más incultas que ellas y que, sin embargo, amparadas en su riqueza, las miraban con superioridad, considerándolas miembros del servicio. Anne parecía resignada, pero Charlotte vivía en una constante tensión, confrontando la realidad que le tocaba vivir con sus sueños, especialmente con el viejo anhelo de convertirse en escritora. Envidiaba la suerte de los hombres, que podían hacer lo que les diera la gana sin que nadie les pusiera barreras.
Buscando una solución, intentó organizar una escuela en la propia casa de Haworth, pero no pudo llevarlo a cabo debido al estado de Branwell: el muchacho en el que se habían centrado todas las esperanzas de la familia iba de fracaso en fracaso y se refugiaba cada vez más en el alcohol y el opio, utilizado entonces como analgésico y fácil de conseguir en las farmacias. Branwell se volvía violento, y sus hermanas se desesperaban.
Fue en medio de esa situación crítica, acuciadas por la necesidad económica y por su ansia de no volver a separarse, cuando las hermanas Brontë decidieron probar suerte como autoras. Puesto que llevaban escribiendo desde muy jóvenes, ¿por qué no intentar publicar? En 1846 editaron una selección de sus poemas. Pero lo hicieron bajo seudónimos: no querían herir a Branwell ni provocar suspicacias entre sus conocidos. Una mujer que se atreviese a publicar era vista con una enorme desconfianza, y toda clase de sospechas se abalanzaban de inmediato sobre su reputación. Firmaron con los nombres de Currer, Ellis y Acton Bell, como si se tratase de tres hermanos. El libro obtuvo buenas críticas, pero vendió un único ejemplar. Charlotte entonces animó a sus hermanas a probar suerte con la novela, un género que generaba más ingresos que la poesía.
Fue así como, a lo largo de 1846, las hermanas Brontë permanecieron encerradas en la casa rectoral de Haworth, repartiéndose las tareas domésticas para después, por las tardes, trabajar las tres juntas en el pequeño comedor de la vivienda, en secreto para su hermano y sus vecinos. Charlotte –que acababa de cumplir los treinta años– escribió Jane Eyre. Emily –veintinueve–, Cumbres Borrascosas. Y Anne –veintisiete–, Agnes Grey. Las tres utilizaron elementos autobiográficos para componer sus historias: experiencias, amores frustrados, sueños y deseos ocultos fueron vertidos por ellas en aquellas obras que, tras ser publicadas con sus seudónimos, provocaron intensos reproches morales por parte de los críticos literarios de la sociedad victoriana: ¿quiénes eran esos misteriosos tres hermanos que se atrevían a escribir unas novelas en las que las mujeres no eran seres pasivos y sumisos, sino personas complejas, llenas de ansias y rebeldía y autoconsciencia?
Aun así, las obras se abrieron camino entre los lectores, asombrados por toda aquella pasión que las hermanas habían sabido describir con un atrevimiento inaudito. Emily, molesta por las duras críticas recibidas, decidió sin embargo no volver a publicar nunca más, y regresó serenamente a su cocina, sus poemas, su música y sus lecturas en alemán, además de sus largos paseos por las montañas. Charlotte y Anne, en cambio, se animaron a seguir escribiendo. Charlotte inició Shirley, una obra con trasfondo político, y Anne, La inquilina de Wildfell Hall, una sorprendente novela sobre la capacidad de una mujer para superar los estrechos límites impuestos por la sociedad.
Pero entonces, cuando creían haber alcanzado su sueño, la tragedia decidió dirigir su mirada perversa hacia aquella familia: en septiembre de 1848, devorado por el alcoholismo y la drogadicción, moría Branwell, con tan sólo treinta y un años. Emily no logró recuperarse de la pérdida de ese hermano al que había cuidado con devoción y, debilitada por una veloz tuberculosis, murió en diciembre, a los treinta años. Tan sólo cinco meses después, en mayo de 1849, fallecía también Anne, destruida por la misma enfermedad maldita.
Sin la compañía adorada de sus hermanas, Charlotte siguió como pudo adelante. Dio finalmente a conocer la verdadera identidad de los hermanos Bell. Continuó escribiendo –publicó en total cuatro novelas– y, como si el destino hubiera querido ser un poco clemente con ella después de tanto dolor, pudo disfrutar del éxito y del respeto de muchos escritores, a los que asombraba el inmenso talento de aquella mujer diminuta y de sus hermanas muertas. Incluso, a pesar de su edad y de la opinión en contra del reverendo Brontë, se casó a los treinta y siete años con el coadjutor de su padre. Unos meses después, en marzo de 1855, murió a consecuencia de las complicaciones de un embarazo tardío.
Patrick Brontë vivió aún seis años, viendo cómo la fama de sus hijas crecía de día en día y numerosos visitantes llegaban a Haworth en busca de algún indicio que aclarase la razón del misterioso genio de las hermanas Brontë, convertidas ya en mitos de la literatura inglesa. Cuando él falleció en 1861, la familia se extinguió al completo, como una rara planta que hubiese brotado con un esplendor inaudito durante un breve tiempo para luego desvanecerse, dejando tras de sí la huella de su belleza.
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