En el siguiente párrafo aparecen los habitantes de la ciudad como una multitud de figuras anónimas en el supermercado, en la sala del bingo, en la cola del paro o camino del colegio, con la cabeza gacha contra el viento. Están como vistos desde arriba, tan a merced de fuerzas externas como cuando el viento despoja los árboles de hojas. En medio de ese torbellino de personas, el texto se detiene en una de ellas y, de inmediato, la perspectiva cambia: a partir de entonces vemos la ciudad y la vida en ella desde dentro, a través de los sentidos y pensamientos de un tal Bill Furlong. Furlong es lo que entendemos por un hombre corriente, es decir, no hay nada extraordinario en él o en su vida. Vende leña y carbón, está casado y tiene cinco hijas. Trabaja mucho, pero aun así su familia no nada en la abundancia. A veces siente que la vida se le escapa en la rigidez de sus rutinas, piensa que tiene que haber algo más aparte de trabajar, comer y dormir. Pero lo que le pasa a Furlong, y de lo que quizá él no sea consciente, es que es una buena persona. Y, en muchos aspectos, Cosas pequeñas como esas es una novela sobre la bondad de la gente.
¿Qué significa «la bondad de la gente»?
En sí es una idea abstracta, sin ninguna existencia concreta. Como tal, la bondad humana es una especie de vara de medir: nos dice algo de la persona al igual que el litro, como unidad de medida, nos dice algo de la leche. Las acciones de una persona pueden considerarse buenas en mayor o menor medida, malas en mayor o menor medida, sabias en mayor o menor medida o estúpidas en mayor o menor medida; pero la bondad, la maldad, la sabiduría o la estupidez, como la unidad de litro, no existen por sí mismas en nosotros. En esa gran novela sobre la bondad que es El idiota, de Dostoievski, la idea de bondad adquiere existencia física a través del príncipe Myshkin, el ejemplo paradigmático de persona esencialmente buena, y toma su fuerza del choque entre lo ideal y lo real; es como si lo ideal, la bondad humana, dejara completamente al descubierto lo real, como si en la oscuridad de la noche se encendiera la luz en una habitación llena de gente borracha. El idiota es una novela de ideas,o, como el propio Dostoievski lo llamaba, realismo fantástico. La bondad que encontramos en Cosas pequeñas como esas es de un carácter del todo distinto: es apenas nada, algo vago, efímero, evasivo. En Bill Furlong se manifiesta como algún pensamiento por aquí, alguna pequeña acción por allá, pero nunca surge sola, sino siempre entremezclada con otros pensamientos, otros actos. Si aquí la bondad es una luz, no es una luz fuerte, deslumbrante, que deja brutalmente al desnudo una realidad social como ocurre en la novela de Dostoievski, sino una llama débil, temblorosa, a la que cada dos por tres apagan pensamientos, consideraciones o actos que compiten con ella. De hecho, esa llama es tan frágil que el mero hecho de hablar de ella, como estoy haciendo yo ahora, basta para apagarla. Cuando aparezco yo aquí con mi charla sobre «la bondad», se vuelve banal, estúpida y evidente. Nadie habla de la bondad en la novela de Keegan: es solo algo que está ahí, como si nunca se hubiera conceptualizado, algo común, que sencillamente ocurre y no tiene nombre. Y eso, conseguir dar vida a lo que está ahí, hacer que brote desde debajo de los conceptos que lo tienen sujeto con mano firme, eso solo puede hacerlo la novela.
[...] Bueno, eso es la novela: ve el mundo desde dentro, y lo deja abierto. La novela da voz a esa experiencia, que así consigue un lugar. Ese lugar no existe en ningún otro sitio. No existe en las películas ni en el periodismo, tampoco en el ensayo, la filosofía o la psicología, no existe en la biología ni en la química, tampoco en la religión. Ese lugar, ese mundo visto desde el interior y que se deja abierto, solo existe en la novela. [...] Esa fue la razón por la que me impresionó tanto Cosas pequeñas como esas, porque está en el interior, y lo mantiene abierto.
[...] La novela da espacio a un hombre que, por sí mismo, no ocupa ninguno en la acción; un hombre, además, de una capa de la sociedad que no ocupa ningún lugar en su cultura. Pero lo más importante es que la novela da espacio a algo dentro de él —y, con ello, a algo dentro de nosotros— que es tan preciso y efímero que ni él mismo es consciente de ello, y que solo se manifiesta en la escritura.
Karl Ove Knausgård. La importancia de la novela. Traducció de Kirsti Baggethun i Asunción Lorenzo. Anagrama, 2023.
Fantástica visio del que he trobat llegint la
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