SI HUBIERA UN PREMIO para el autor más propenso a los accidentes, Ernest Hemingway se habría llevado la palma antes de recibir el Pulitzer o el Nobel. Sufrió roturas óseas en varios accidentes de tráfico, sobrevivió a un accidente de avión, contrajo ántrax, varias balas le pasaron rozando y una le alcanzó, se hizo un corte en la córnea, sufrió congestión renal y problemas hepáticos, se le cayó encima una claraboya y soportó incontables porrazos, raspaduras, golpes, desmayos y caídas.
Sin embargo, hubo un accidente que dejó sin habla al valeroso autor.
En 1922 Hadley Hemingway (la primera de sus cuatro esposas) viajaba a Suiza con los efectos personales de su marido. En la época, Ernest había escrito mucho, pero casi todo era todavía inédito. Había pergeñado «seis frases perfectas» y tenía muy avanzada una novela sobre sus experiencias en la Primera Guerra Mundial. Entre las maletas y baúles que transportaba Hadley había una que contenía todo lo escrito por Ernest hasta la fecha. No se sabe muy bien cómo, alguien la robó.
Había desarrollado la teoría de que aunque se eliminase algo de una obra de arte, su rastro siempre perduraría. Ahora tenía que enfrentarse a todas las ramificaciones de aquella idea, su reducción al absurdo.
Poco le consolaba que tanto Ezra Pound como Gertrude Stein le hubieran recomendado que se deshiciera de todo lo escrito y empezase de nuevo. Todos los autores escriben obras juveniles. Casi todos las destruyen. El robo de los manuscritos de Hemingway cortocircuitó el proceso. Si hubiera dedicado los diez años siguientes a perfeccionar sus apuntes inmaduros, nunca habríamos visto las novelas que fue capaz de escribir.
Stuart Kelly. La biblioteca de los libros perdidos. Paidós, 2005. P. 362.