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El libro. Ese objeto (ojeto) mitificado, fetichizado, entronizado como un dios (o una diosa, falta saber si el libro es macho o hembra) que llega a ser más importante que su creador y que destruirlo es ya sinónimo de asesinato. Por peores que fuesen las letras que lo componen. Por trágico, mentecato, estúpido o vano que sea. Asesinato o genocidio si de golpe descubrís que la mitad de la biblioteca sobra. Y sobra porque nunca más volverás a mirar esos libros; si no los has leído ya, no los leerás nunca. ¿Qué hacer entonces para desprenderse de ellos? ¿Dejarlos en el pasillo del departamento o en el frente de la casa para que los vecinos elijan? Es como tratar de desprenderse del búmerang viejo. Te tocan la puerta y te avisan que te olvidaste de entrarlos. A nadie se le ocurre que estés tratando de tirar libros.
Ni piensas en quemarlos. Porque la sociedad puede llegar a comprender a un asesino y hasta es sabido que en ciertos ambientes asesinar es tarea valorada, bien pagada, y a veces hasta condecorada y ascendida. Pero si quemás un libro vas a ser perseguido y despreciado hasta por los asesinos. Porque matar es comprensible. Forma parte de lo que se puede esperar de un ser humano, pero quemar libros es incomprensible. Forma parte de la barbarie inhumana.
¿Donarlos a una institución benéfica? No los quieren. Pero no te dicen que no los quieren. No vienen a buscarlos. Si se los llevás, no tienen dónde ponerlos. No tienen presupuesto ni para inventariarlos. Si confesás que los vas a tirar es como si contaras que les clavás agujas en los ojos a los pajaritos. Y ni se te ocurra donarlos a las bibliotecas, es como suicidarlos. Los meten en los sótanos a que se mojen y hacen pilas en los pasillos a ver si alguno se los lleva...
Héctor Yánover, librero establecido. Memorias de un librero escritas por él mismo. Anaya & Mario Muchnik, 1994. P. 127-128.
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