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Una vez alguien me dijo, muy suelto de cuerpo, que compraba libros según el tamaño y el color de sus lomos porque los veía como parte de la decoración de su casa. Si bien muchas veces había oído chistes acerca de gente que posee libros con un mero afán ornamental («Ese es un gran admirador de la Escuela de Frankfurt», «¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabés?», «Tiene todos los libros de Adorno»), nunca había escuchado a nadie admitirlo, y mucho menos de una forma tan despreocupada.
La anécdota recuerda a la encargada de un puesto de libros junto al río Sena de la que habla Hemingway en París era una fiesta. La mujer le explicaba su forma de distinguir si un libro tenía valor: «Primero, depende de si tiene ilustraciones. Luego, según que las ilustraciones sean buenas o malas. Luego está la encuadernación. Si un libro es bueno, el que lo compra se lo hace encuadernar bien». Cuando la mujer, que solo leía en francés, le preguntó si había algún modo de distinguir los buenos libros en inglés, Hemingway respondió:«Yo los distingo leyéndolos».
Cristian Vázquez. Contra la arrogancia de los que leen. Trama, 2018. P. 11.
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