dimecres, 7 de juliol del 2021

dones d'escriptors

 

[...] Felice Bauer, la pequeña mecanógrafa, como la llamaba Kafka. [...] Una figura sentimental que une la escritura y la vida. La mujer perfecta en la perspectiva de Kafka (pero no sólo de él) sería entonces la lectora fiel, que vive su vida para leer y copiar los manuscritos del hombre que escribe.

Se trata de una gran tradición: basta pensar en Sofía Tolstói, que copia siete versiones completas de La guerra y la paz (al final pensaba que la novela era de ella y empezaron los conflictos brutales con el marido). Hay que leer su diario y el de Tolstói. La guerra conyugal.

Y si seguimos con las lectoras-copistas rusas, podemos recordar la historia de Dostoievski, que Kafka conocía muy bien. Ese momento único (sobre el que Butor escribió un bellísimo texto) en que, apremiado por sus deudas, debe escribir al mismo tiempo Crimen y castigo y El jugador (uno a la mañana y otro a la tarde) y decide contratar a una taquígrafa, Anna Giriegorievna Snitkine. Entre el 4 y 29 de octubre de 1866 le dicta El jugador y el 15 de febrero del 1867 se casa con ella, luego de pedirle la mano el 8 de noviembre: una semana después de terminar el libro y un mes después de haberla conocido. Una velocidad dostoievskiana (y una situación kafkiana). La mujer seducida por el simple hecho de ver la capacidad de producción de un hombre. La mujer seducida mientras escribe lo que se le dicta.

Y está Véra Nabokov. La sombra rusa, la mujer que anda con un revólver para proteger al marido, su «ayudante» en las clases en Cornell (ésa es la palabra que usa Nabokov al presentarla) y, sobre todo, la copista, la que copia interminablemente los manuscritos, la que copia una y otra las fichas donde su marido escribe la primera versión de sus novelas. Y, además, la que escribe en su nombre las cartas. En la biografia se Stacy Schiff, Véra, se puede ver cómo se construye esa figura simbiótica de mujer-de-escritor, de mujer-dedicada-a-la-vida-del-genio. Véra escribe como si fuera su marido. Ocupa, invisible, su lugar. Escribe en lugar de él, por él, y se disuelve.

La inversa, desde luego, es Nora Joyce, que se niega a leer cualquier página de su marido, ni siquiera abre el Ulysses, ni siquiera entiende que la novela está situada el 16 de junio de 1904 como recuerdo del día en que se conocieron. Nora se sostiene en otro lugar, muy sexualizado, al menos para Joyce. Eso es visible en las cartas que él le escribe. (Las cartas de Kafka a Felice son iguales a las de Joyce en un punto: le ordenan por escrito a la mujer lo que debe hacer, e incluso a veces lo que debe decir y pensar. La escritura como poder y disposición del cuerpo de otro. Otra forma de bovarismo: la mujer debe hacer lo que lee.)

Pero Nora es la musa, es Molly Bloom. Otra idea de mujer. Otro tipo de vampirismo funciona ahí. En todo caso, para Joyce el copista era...Beckett, que fue su secretario en París durante varios meses.

La mujer-copista y la mujer-musa: mujeres de escritores. La mujer fatal que inspira y la mujer dócil que copia. O dos tipos distintos de inspiración: la que se niega a leer y la que sólo quiere leer. Dos formas de la esclavitud. De hecho, Nora es la sirvienta de Joyce (y había trabajado como criada en un hotel de Dublín). En todo caso, las dos son criadas. Como la que cruza en el final de «La condena». O, mejor, como la criada a la que le muestra que se ha pasado la noche escribiendo.

También en Borges hay mucho de eso. En su relación con las mujeres como lectoras, primero está el vínculo con la madre. Y luego la serie de mujeres-secretarias que le copian los textos (recordemos que Borges era ciego).

Todos los escritores son ciegos —en sentido alegórico a la Kafka—, no pueden ver sus manuscritos. Necesitan la mirada de otro. Una mujer amada que lea desde otro lugar pero con sus propios ojos. No hay forma de leer los propios textos sino es bajo los ojos de otro...


Ricardo Piglia. El último lector. Anagrama, 2005. P. 68-71.


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