Como iba a tener un hijo, me llevé los estantes con libros para el living. Necesitaba despejar una pieza, que sería la suya, y armar ahí un mudador, instalar una cuna, ese tipo de cosas que eran inevitables y que demoré cuanto pude porque me daba una lata tremenda armar y desarmar muebles. Llegado el momento de la inminencia, hice el cambio. Como muchas otras cosas, me pilló por sorpresa. Fue más fácil de lo que pensaba y sin querer descubrí que los libros siempre debieron estar en ese lugar que los corredores de propiedades, con su jerga tan rara, llaman living-comedor. Ahora que soy un padre primerizo y somnoliento paso las noches ahí, en un sillón verde, mirando libros. A veces no saco ninguno, a veces leo un par de líneas y tomo otro, y espero a que sea tarde y desaparezca el ruido de los autos.
Los libros consiguieron cierta vida ahí, teóricamente a vista y paciencia de quien entre, pero la realidad es caprichosa y después de meses encerrado soy casi el único que los mira. El asunto es que en la otra pieza estaban atorados, escondidos, subvalorados. Reducidos a lo que podría llamar una oficina. O un escritorio. Y esos lugares están muy bien, pero son parcelas, provincias. Ahora que los libros son el centro de la casa, leo más y soy más feliz. Tal vez tenga que ver con que me basta mover el cuello para dar con los diarios de Alan Bennett, que siempre me ponen muy contento, o con los libritos de Levé, que me ponen muy triste. O tal vez porque de noche, cuando todos duermen, leo versos sueltos de Hernández o de Pavón o de Hall o de Abalo. Esos libros delgados —los de poesía, digamos— son los que están más cerca del asiento y permiten leer sin levantarse. Son ideales para hojear a esas horas porque levantarse significa, por sobre cualquier cosa, meter ruido y despertar a la guagua, y si hay algo que cuido con el celo de Gary Medel es el silencio. No quiero meter ruido. Ni que nadie lo meta.
Hay gente que dice que con los hijos se lee menos, que se pierde la concentración, que se sube de peso. Yo engordé y perdí la concentración hace tiempo. Doce años, por tirar un número al tuntún, así que ahora todo va un poco mejor. O no empeora. Por lo general, cuando está oscuro me quedo mirando los lomos y no me animo a sacar ninguno, sedado por la tranquilidad de verlos ahí, quietos y desordenados. Creo que sin querer me convertí en un benjamineano radical, que ni siquiera se dedica a los fragmentos o a los párrafos sueltos, sino a los lomos. A mirarlos con los ojos cansados, a atravesarlos telepáticamente, a contentarse con la pura materialidad del libro, a recordar versos que ya no podré confirmar si estoy inventando y, sobre todo, a cruzar los dedos para que nadie meta ruido.
Gonzalo Maier. «Ni leer ni dormir». A: Leer y dormir. Minúscula, 2021. P. 43-45.
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