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ISABEL NUÑEZ
Kristof: oscura y fulgurante
Cultura|s La Vanguardia
14|1|2009
Agota Kristof (Csikvand, Hungría, 1935) [Neuchatel, Suïssa, 2011] ha tenido una extraña suerte editorial en castellano. Ahora, con su obra mayoritariamente publicada, El Aleph presenta No importa, un relato poético y sombrío de la soledad urbana, de un personaje que confunde sueños y realidad y se enamora de las casas; sólo quiere vivir para recorrer las calles y es capaz de expresar sus excesos de emoción con la música hasta abrumar a quien le escucha. Todavía puede leerse en castellano y catalán la espléndida Claus y Lucas (la versión catalana es de Sergi Pàmies: no cualquiera podría transmitir ese descarnamiento, esa escritura seca que apenas adjetiva, donde no hay nada superfluo). Obelisco publicó en el 2007 La analfabeta que, si bien carece del rigor estructural y la exigencia literaria del resto de su obra, consolará a quienes se hayan hecho adictos a su voz y busquen inevitablemente su verdad entre tantas variaciones, sueños y mentiras.
Supe de su existencia gracias a la traductora y cineasta Elena Vilallonga, que la propuso a un editor, sin suerte, y luego quiso llevarla al cine, pero leyó que Thomas Vinterberger tenía los derechos de Claus y Lucas, y abandonó. Esa película no llegó, pero la obra de Kristof ha conocido múltiples adaptaciones teatrales, y una cinematográfica que la autora rechaza, porque la adulteró con un final feliz.
Kristof describe un mundo –la Hungría de entreguerras, la dictadura y luego el comunismo– donde el poder es implacable y la violencia arbitraria. En ese mundo, ni las ciudades ni el gobierno tienen nombre –irónica alusión a “los libertadores”–, y sus personajes sobreviven a la dureza volviéndose implacables, con momentos de amistad, de encuentros apasionados aún en medio de la sorda desesperación. Claus y Lucas, entregados a una abuela que les esclaviza, en una casa donde nadie se lava y todo son harapos sucios, se someten a un entrenamiento durísimo para hacerse invulnerables. Aparentemente no tienen piedad ni sentimientos y se han prohibido las lágrimas, pero su amoralidad tiene excepciones: ayudan y protegen a algunos.
Porque en el mundo de Kristof, en medio de esa oscuridad y horror en que todos los ciudadanos han sido despojados violentamente de alguien y viven insomnes, sin curarse de sus pérdidas, rayando la locura, siempre hay un lugar para los encuentros, y en ellos, además de la sensualidad desbordante y sin prohibiciones -el incesto es una constante–, hay una intensidad espiritual que sorprende entre el descreimiento y la desesperanza. El talento está ahí: sus personajes escriben o tocan música, pero siempre abandonan, inexplicablemente, como la propia autora, en una venganza por el maltrato, una voluntad de no restituir nada al mundo, de decir “no me interesa”, como en el poema de Dickinson This is my letter to the world, that never wrote to me.
Leí una entrevista donde Agota Kristof decía que ya no escribía, que no le interesaba la literatura ni creía en nada. Pensé que su desesperanza me resultaría insoportable, pero me equivocaba: como en el Bernhard de Trastorno o de Sí (que Kristof admira), me he preguntado por qué, si todo lo que se describe es tan terrible, me atrae tanto su escritura. Si en Bernhard son la inteligencia del narrador, el humor negro de sus observaciones y la genialidad literaria, que lo iluminan todo, aquí es la poesía descarnada y la intensidad de esos encuentros bajo el horror de la vida, una mezcla de sensualidad, espiritualidad y ensoñación que van más allá de la negación de la autora, más allá de su desesperanza; se burlan de su pesimismo y de nuestra credulidad y muestran un hálito vital más poderoso que ninguna otra cosa. Esperemos que algún editor reedite el agotado Ayer, y que Agota Kristof encuentre pronto su público de lectores en este país. |
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